La charla en audio: https://youtu.be/XnI3aLoWJL8
La imagen del Corazón de Cristo y su
mensaje de Misericordia, se presentan en el inicio del Tercer Milenio como auténtica profecía y terapia providencial. En esta cultura laicista
en la que algunos afirman no tener más religión que el hombre, paradójicamente, somos
testigos de tantas carencias afectivas, heridas necesitadas de sanación,
desequilibrios psicológicos, dramas interiores... Me impresionaron mucho unas
palabras pronunciadas por el cardenal de Viena, Mons. Christoph Schönborn, en
el contexto del Congreso de la Divina Misericordia realizado en Roma: "cuando los agnósticos
enarbolan al hombre como bandera frente al sentido
religioso de la vida, hagámosles
ver la radical necesidad que éste tiene de misericordia".
La experiencia nos está demostrando que
la línea divisoria entre la presunción y la desesperación es prácticamente
inexistente. Cuanto más reivindicamos la autonomía del hombre frente al hecho
religioso, más fácilmente caemos en el vacío interior, que nos conduce a la
inevitable falta de autoestima. El paso de la jactancia y de la soberbia
profesada en público, a la desesperación y al autodesprecio confesado en
privado, es muy fácil y, de hecho, se da con mucha frecuencia.
En nuestros días, no son pocos
los que han aprendido a aceptarse, a valorarse y a amarse a sí mismos, desde la
experiencia del amor incondicional de Dios hacia cada uno de nosotros. ¿Si Dios
me quiere, quien soy yo para despreciarme?
Con frecuencia, nos hacemos una imagen
de Dios fría e insensible hacia la suerte del hombre. Nos cuesta creer que
nosotros seamos algo importante para Él. Si dejamos de lado la revelación
bíblica, estamos condenados a referirnos a Dios en términos impersonales como si se tratase de una energía
cósmica y con una inevitable sensación de lejanía. Si Dios está tan distante y es tan distinto a nosotros, ¿en qué le puede afectar nuestra vida:
nuestros aciertos y nuestros pecados; nuestras alegrías y nuestros
sufrimientos?
En la encíclica Spe Salvi,
el Papa nos recuerda una preciosa cita de San Bernardo de Claraval: "Dios no
puede padecer, pero puede compadecer". El Dios infinito y omnipotente, en
palabras de Benedicto XVI, se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y
sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada
pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se
difunde en cada sufrimiento la con-solatio,
el consuelo del amor participado de Dios (Spe Salvi, n. 39).
En el lenguaje bíblico se da una
equivalencia entre los términos corazón y entrañas. El corazón (leb, kardia) es sinónimo de útero (rahamin, splanchana); de manera que cuando confesamos el amor de
Dios en la imagen del Corazón de Jesús, en el fondo, estamos manifestando
nuestra fe en que el amor de Dios nos gesta a
una vida nueva. El Corazón de
Cristo es la imagen del amor materno de Dios que, en su potencia regenerativa,
nos sana, nos rescata, nos rehace, nos perdona. Por ello, no nos cansaremos de
confesar: ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Ti confío!
La consagración al
Corazón de Jesús de nuestras familias, de nuestras casas, de nuestros
quehaceres es algo grande y muy importante. Por este acto de consagración,
decía el Papa San Juan Pablo II, "los
discípulos de Cristo de todos los tiempos están llamados a entregarse por la
salvación del mundo" (13 Mayo 1982). Consagrarse significa pues, “entregarse”. El primero que lo hizo por
nosotros es Cristo, y "Amor con amor se paga" dice la sabiduría del refrán para
expresar que el amor verdadero requiere ser correspondido.
Cuando el
Papa San Juan Pablo II visitó Paray-le-Monial el 5 de octubre de 1986, afirmó
la importancia de la Consagración de la Familia en la construcción de la“La
civilización del amor” y
dijo:
"Gracias al sacramento del matrimonio, en
el Pacto con la sabiduría divina, en el Pacto con el infinito amor del Corazón
de Cristo, a ustedes las familias se les ha otorgado los medios para
desarrollar en cada uno de sus miembros las riquezas de la persona humana y su
llamado al amor de Dios y de los hombres. Den la Bienvenida a la presencia
del Corazón de Jesús, nosotros buscamos sacar de Él el verdadero amor que
nuestras familias necesitan. La unidad de la familia tiene un papel
fundamental en la construcción de la civilización del amor" (Discurso del 5 de octubre de 1986).
La respuesta consecuente al amor de Cristo es la entrega total a Él. El
Papa Pío XI, en su encíclica Miserentíssimus,
dedicada al Corazón de Cristo explicaba que: "Con la Consagración ofrecemos al Corazón
de Jesús nuestras personas y todas nuestras cosas, reconociéndolas recibidas de
la eterna caridad de Dios”.
Nuestras personas y todo lo nuestro; entre ello, lo más importante,
nuestra familia. Decía San Juan Pablo II:
“A la familia Cristiana además de
las oraciones de la mañana y de la noche hay que recomendar explícitamente
la lectura y meditación de la Palabra de Dios, la preparación a los
sacramentos, la devoción y consagración al Corazón de Jesús, las varias
formas de culto a la Virgen Santísima, la bendición de la mesa, las expresiones
de la religiosidad popular.” (Familiaris Consortio, n. 61).
El entregar la familia al Corazón de Jesús es
considerarle a Él desde ese momento como el Rey de la casa, como el amigo
íntimo, al que se ama, con el que se vive y a quien se obedece.
El Señor no se deja ganar en generosidad. Si
uno se entrega, Él siempre da más, "el
ciento por uno". El Corazón
de Jesús promete a las personas que se entreguen a Él: "les daré todas las gracias
necesarias para su estado de vida. Les daré paz a sus familias. Las consolaré
en todas sus penas. Seré su refugio
durante la vida y sobre todo a la hora de la muerte. Derramaré abundantes
bendiciones en todas sus empresas, bendeciré las
casas donde mi imagen sea expuesta y venerada”.
San Juan Pablo II decía a recién casados: "A vosotros os dirijo la
exhortación paternal de que tengáis fija la mirada en el Sagrado Corazón de
Jesús, Rey y centro de todos los corazones. Aprended de Él las grandes
lecciones del amor, bondad, sacrificio y piedad, tan necesarios en todo hogar
cristiano. Sacaréis de Él fuerza, serenidad, alegría auténtica y profunda para
vuestra vida conyugal. Atraeréis su bendición si su imagen está siempre, además
de impresa en vuestras almas, expuesta y honrada entre las paredes domésticas" (Audiencia General 13-VI-1979).
En la consagración del hogar es importante poner una imagen del Corazón
de Jesús en un lugar visible de la casa. Se le trata como a quien está presente
y se le ama, suplica y honra como Señor y Amigo.
Por la importancia de este acto es conveniente invitar a un sacerdote
para que lo presida, bendiga la imagen y la casa. También es muy conveniente
que se prepare este acto con unos días de oración en familia y con la buena
disposición interior de cada miembro de ella (oraciones, rosario en familia,
pequeños sacrificios de renuncia, confesión, comunión…) que prepare un sitio al
Señor que viene a nuestra casa. Para mejor disponerse sería conveniente
realizar un triduo de preparación a la consagración.
Jesús invita a
nuestra familia
Narra el Evangelio de san Lucas, que Jesús entró a
hospedarse en casa de un pecador:
"Después que entró Jesús en Jericó un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos, intentaba ver quién era Jesús. Pero no podía, por la gente, y porque era pequeño. Echó a correr hacia adelante, trepó a una higuera para verlo pasar. Y Jesús, cuando llegó a aquel sitio, alzando los ojos, le dijo: Zaqueo, baja deprisa, que hoy quiero hospedarme en tu casa. Bajó aprisa y lo recibió muy contento. Al ver aquello, muchos murmuraban: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». Pero Zaqueo, deteniéndose, le dice al Señor: “Mira, la mitad de mis bienes, voy a darla a los pobres; y si a alguno defraudé en algo, quiero devolverle cuatro veces más”. Entonces Jesús exclama: “Hoy la salvación ha venido a esta casa, porque también éste es hijo de Abrahán; pues el Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,1-10).
Como a Zaqueo a nosotros también Jesús nos va a buscar, nos invita y nos
viene a decir:
Yo soy
vuestro Dios, y vosotros sois mi pueblo. Pero yo ejerzo mi autoridad por medio
de mi Corazón. Deseo ser tratado no sólo como dueño de vuestra casa y vuestros
corazones, sino también como hermano y amigo. Participaré en vuestra vida
diaria, estaré con vosotros, en las penas y en las alegrías; siempre.
Pueblo mío, al que amo
intensamente, mira que estoy a la puerta, y llamo: Si alguno me oye y me abre,
entraré a él y comeremos juntos. Soy Jesús, vuestro Salvador,
y quiero proteger vuestra familia frente a las fuerzas del Maligno que intenta
dañarla y, si puede, destruirla. Quiero que vosotros, mayores y pequeños, no
caigáis en la esclavitud del pecado, ni en las angustias del miedo, la preocupación
o la tristeza. Por eso, estoy dispuesto a derramar sobre vosotros mi Espíritu,
que os instruirá, para que vuestra alegría sea completa y nadie os la pueda
arrebatar. Yo no forzaré mi entrada en vuestra casa y menos en vuestros
corazones. Espero ser invitado. Espero que me digáis: "¡Ven, Señor Jesús!
Quédate con nosotros, que te necesitamos".
Si queréis, que una imagen mía presida vuestro hogar, que sea para
juntaros algunos momentos a rezar ante ella; para mejor hacer de vuestra
familia una iglesia doméstica, en la que reine el amor de Dios y del prójimo,
participad con más devoción y frecuencia en la Misa y en la comunión; tratad de
conocer más y cumplir mejor mi Evangelio.
Os ofrezco mi Corazón herido, rebosante de perdón, de amor, y de vida
que nunca terminará… Espero vuestra respuesta.
Nuestra
respuesta al Señor
El Señor en el libro del Apocalipsis nos dice: “Yo reprendo y corrijo a quienes quiero con amor de amistad; así que, ten fervor y arrepiéntete. Mira, estoy llamando a la puerta; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo". (Ap 9,22).
Ante tanto amor que Jesús muestra por nosotros, Él pide como respuesta
que le abramos la puerta de nuestro corazón, y le correspondamos. Esto lo
hacemos en especial por medio de la consagración.
Un propósito concreto de esta consagración, es tratar, con la ayuda de Dios y de la Virgen María, de hacer vida en nuestra casa las siguientes “Bienaventuranzas de la familia”:
- Bienaventurada la familia cuyos hijos y padres comulgan con frecuencia y rezan juntos, porque así permanecerán unidos.
- Bienaventurada la familia cuyos hijos y padres guardan las fiestas cristianamente, porque asistirán a las fiestas de la eterna felicidad en el cielo.
- Bienaventurada la familia cuyos hijos y padres no viven según el espíritu del mundo apartado de Dios, porque en su casa encontrarán la incomparable alegría de la conciencia en paz con Dios.
- Bienaventurada la familia que recibe a los hijos como dones de Dios y les prepara para los sacramentos, porque en ella se criarán bienaventurados para el cielo.
- Bienaventurada la familia que practica la caridad con los necesitados, porque Dios mismo queda obligado a recompensarla.
- Bienaventurada la familia donde los enfermos reciben la visita del sacerdote y los sacramentos, porque la muerte no entrará infundiendo miedo, sino que dejará gran paz.
- Bienaventurada la familia consagrada con fidelidad al Corazón de Jesucristo, porque en ella reinarán la bondad y el amor.
¿Qué hace el Corazón de Jesús cuando nos consagramos a Él?
Narra el Evangelio que cuando Jesús iba de camino, "entró en una aldea, y una mujer, llamada Marta, le dio hospedaje. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra; en cambio, Marta estaba dispersa, con el ajetreo del servicio; y, presentándose, dijo: Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Entonces, dile que me ayude. Pero el Señor le respondió así: Marta, Marta, andas inquieta y preocupada por demasiadas cosas. Sólo se necesita una. María ha elegido la mejor parte" (Lc 10,38-42).
Más adelante nos relata el Evangelio que Jesús volvió a esa casa de Betania, al haber muerto Lázaro hermano de Marta y María y que allí “se enteró de que llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Entonces María llegó donde estaba Jesús. Al verlo cayó a sus pies diciéndole: Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Jesús, al verla llorando, lanzó un suspiro profundo, y emocionado dijo: ¿Dónde lo habéis puesto? Fue hacia el sepulcro: Y con voz potente dijo: ¡Lázaro, sal afuera!. El muerto salió, atado de pies y manos, con vendas. Jesús les dice: Desatadlo y dejadlo ir. Muchos creyeron en Él" (Jn 11,17-46).
Vemos cómo Jesús, al ser acogido en la casa de Betania, llena a la familia con su amor. A la vez que aconseja e instruye (en especial a Marta), y cura a Lázaro devolviéndole a la vida. Es Jesús, Amigo, Maestro y Médico, Hijo de Dios hecho hombre por amor a nosotros, el que nos hizo a través de la gran santa del Corazón de Jesús, Santa Margarita María, las extraordinarias promesas a los amigos de su Sagrado Corazón:
1ª Les daré todas las gracias
necesarias a su estado;
2ª Pondré paz en sus familia;
3ª Los consolaré en todas sus
aflicciones;
4ª Seré su refugio durante la vida y sobre todo a la hora de la muerte;
5ª Bendeciré abundantemente sus empresas;
6ª Los pecadores hallarán
misericordia;
7ª Los tibios se harán fervorosos;
8ª Los fervorosos se elevarán rápidamente a gran perfección;
9ª Bendeciré los lugares donde la imagen de mi Corazón sea expuesta y
venerada;
10ª Les daré la gracia de mover los corazones más endurecidos
11ª Las personas que propaguen esta devoción tendrán su nombre escrito
en mi Corazón y jamás será borrado de El;
12ª Te prometo, en la excesiva misericordia de mi Corazón, que su amor
omnipotente concederá a todos los que comulguen nueve primeros viernes de mes
seguidos, la gracia de la penitencia final, no morirán en mi desgracia y sin
haber recibido los sacramentos; mi Divino Corazón será su asilo seguro en los
últimos momentos.
"Estas promesas se resumen
en definitiva, en las palabras que Santa Margarita María recibió del Corazón de
Jesús: «Yo reinaré a pesar de mis enemigos y de cuantos se opongan a
ello».
Paz y bien.