Muchos
piensan que el matrimonio es un invento de la Iglesia, pero no es así. La unión
del hombre y la mujer es de lo más antiguo que existe, sin embargo con el
cristianismo esa unión ha sido elevada a sacramento, esto es, a signo visible
de la unión entre Cristo y la Iglesia. Es un enlace que bebe de la misma fuente
del amor de Cristo al Padre y que nos propone un amor fiel, libre, fecundo, recíproco,
indisoluble, total y exclusivo. Entendiendo así el matrimonio se aprecia
enseguida la gran diferencia con sus fases previas, especialmente el
enamoramiento, donde pesa la idealización, el sentimiento, la falta de entrega
total en la intimidad física, psicológica y espiritual. Juntos, marido y mujer,
tienen que aprender a vivir ese amor buscando la santidad. ¿Pero en qué
consiste la santidad matrimonial? Es una pregunta que, en mi opinión, no se ha
llegado a contestar bien hasta el concilio Vaticano II y que aún le queda, pero
voy a tratar de resumirla desde el Evangelio. El secreto de la santidad, en mi
opinión, lo dio Jesús al decir que quien quiera seguirle tiene que negarse a sí
mismo, cargar con su cruz y seguirle (Mt 16, 24-28) y al dejar claro que es un
camino especialmente duro (Cfr Mt 19, 3-12).
Para
el matrimonio la clave hoy en día está en la primera fase: negarse a uno mismo.
Se trata de morir a lo que nos apetece, a nuestros gustos de toda la vida,
incluso a nuestras necesidades de hobbies, deportes, amistades, etc. No se
trata de renunciar a algo, sino morir a uno mismo, a todo. Sólo un morir total
de la semilla, permite que dé fruto. Y sólo el morir de los esposos a sí mismos
les permitirá convertirse en la nueva y única realidad de dos personas en una
sola carne y una sola alma[1].
La
segunda fase del camino es cargar con la cruz. En el matrimonio pueden haber
muchas, pero la principal es entregarse a los hijos para que aprendan a conocer
el amor de Dios y aceptarlo. La cruz está en resistir a las tentaciones del
mundo en cada etapa educativa: la excelencia académica, estar a la moda, buscar
valer por lo que se tiene y no por lo que se es, dar a cada hijo lo suyo, etc. Y
todo esto sin perder de vista la relación conyugal que es la fuente del amor de
los hijos.
La
tercera fase de la santidad es la de seguir a Jesús. Para ésta, en el
matrimonio, la clave está en conocerle, vivirle en los sacramentos, orar,
consagrarse a él, pero sobre todo aprender a perdonarse. No me refiero a
olvidar, sino en perdonarse de corazón, es decir, con profunda sinceridad, del
mismo modo que Dios nos perdona.
Ésta
es la santidad en el matrimonio y por eso no puede romperse sin más, pues es
imagen del Amor Trinitario y de la alianza entre Cristo y la Iglesia. Nadie dice que sea fácil, tampoco que sea obligatorio, pero la realidad no está para ser inventada, sino para ser descubierta. La libertad no está para hacer lo que nos da la gana, sino para dirigir nuestras acciones con responsabilidad y decidiendo a qué o quién entregamos nuestra vida. El matrimonio es la vía de santidad para caminarse entre dos personas que se aman como don mutuo y, a la vez ser fecundos en esa intimidad. No es el único modo, pero su configuración no se puede alterar y debe de tomarse en serio. Si se elige, es para siempre. El protagonismo no le es dado por los sentimientos o los deseos y necesidades que surgen en él, sino por esa promesa en la que uno se ha dado todo y para siempre, de forma única, total e irreversible.
Paz y bien.
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