domingo, 30 de abril de 2017

7 claves para fundar una familia feliz

Os dejo un breve resumen de las ideas principales de la conferencia dada por Monseñor José Ignacio Munilla en el encuentro de ITV Matrimonial del 18 de marzo del 2017 acompañados de unas preguntas que puedan promover una reflexión o un testimonio.



1. El fin del matrimonio es la unión con Dios

El matrimonio es un camino para llegar a Dios y, como una montaña tienen varias laderas para subir a la cima, el matrimonio es una para alcanzar la santidad. La meta familiar es una y es la unión con Dios y es importante no confundirla con las otras metas secundarias como la hipoteca, el trabajo, etc.

Los esposos no se pueden pedir, el uno al otro, la plenitud que sólo Dios puede dar a cada uno. De hacerse se corre el riesgo de quedar decepcionados por el matrimonio.

Pregunta para el testimonio: ¿He puesto algo o alguien por delante de Dios? ¿Realmente quiero a Dios por encima de mi cónyuge o hijos? ¿Es Dios mi máxima prioridad? ¿Soy consciente de que la plenitud la encontraré sólo Dios y no el cónyuge?

2. El modelo del amor conyugal es Jesucristo.

El centro del matrimonio y su referente principal es la persona de Cristo y no el sentimiento o la emotividad. Lo que mueve a la entrega diaria no debe de ser la sensación, sino una convicción iluminada por la razón que busca lo bueno y verdadero.

En este sentido el amor matrimonial no es sólo una experiencia  de eros, sino de ágape que lo transforma en un compromiso personal, un “querer querer”. No sólo el amor preserva el matrimonio, sino que el mismo matrimonio preserva el amor: “Me casé porque te quería. Ahora te quiero porque me casé”. Tomada la decisión de casarse ya no hay que volver atrás. Dudar de ello es una tentación que hay que desestimar sin más.

Pregunta para el testimonio: ¿Sabemos guiarnos por la vivencia de Cristo antes que por las influencias del mundo o las debilidades personales? ¿Hemos llegado a dudar de nuestro matrimonio o de nuestro cónyuge como aquel que Dios nos ha entregado para su santificación?

3. Los esposos deben de ser instrumentos de santidad el uno para el otro.

Los esposos viven una preciosa intimidad que les permite mantener una relación fecunda en el proceso de santificación. Cada uno ayuda al otro a descubrir lo mejor y lo peor desde la caridad, pero sin que se den celos y envidias. Cada uno debe de ser instrumento de santidad que ayude al otro a ser mejor. Es precisa una relación basada en la caridad y la humildad.

Pregunta para el testimonio: ¿Conseguimos dejarnos criticar sin levantar defensas o justificaciones, y ser agradecidos por las críticas? ¿Conseguimos ayudar con caridad y humildad al otro?

4. En el matrimonio hay que aprender a olvidarse de uno mismo

Entre los esposos tienen que haber peleas sólo para adelantarse en el servicio al otro. La familia es un lugar privilegiado para la entrega de uno mismo al otro, pero también se puede caer en la tentación de generar un clima de confort que la aísle del mundo. La entrega tiene que ser el motor de la vida espiritual del matrimonio.

Pregunta para el testimonio: ¿Soy capaz de olvidarme a mí mismo y dedicarme a los demás por encima de mis necesidades (hobbies, trabajo innecesario, ocio, deporte, etc.)? ¿Somos capaces de abrirnos hacia fuera evangelizando y abriéndonos a la vida con generosidad?

5. El matrimonio se tiene que abrir a la familia extensa

Un amor carnal lleva a cerrarse a la vida nuclear y dificulta la apertura a la familia extensa. Un modo de amar al otro cónyuge es amar a su familia de origen como si se tratara de la suya.

El problema del mandato de ser “una sola carne” sólo encuentra su solución en la conversión.

Pregunta para el testimonio: ¿Soy capaz de amar a la familia de mi cónyuge como si fuera la mía? ¿Pido a Dios el don de la conversión profunda y radical para ser capaz de amar la cruz de cada día en mi familia?

6. Tener no sólo paternidad carnal, sino espiritual

Es bueno amar a los hijos no sólo desde la carnalidad, sino en orden a lo espiritual. Es preciso amar a los hijos buscando su santidad y recordando que los hijos son de Dios y para Dios. Atender a una paternidad espiritual es buscar sobre todo lo que Dios quiere para ellos. Tratar de que sean santos es tratar de que sean conforme a la voluntad de Dios e implica ser descubridores de la voluntad de Dios más que inventores.

Esto preserva de dos errores:

A. Ser posesivos con respeto a los hijos, considerándolos algo propio y no para Dios.
B. Ser sobreprotectores y justificarle por encima de todo.

Pregunta para el testimonio: ¿Veo a mis hijos como de Dios más que míos? ¿Trato de buscar lo que Dios quiere de ellos más que lo que yo querría que fuesen?

7. No reducir el cristianismo a una mera ética de solidaridad.

Es importante ser cristocéntricos. No se trata de un buenismo sin más que nos lleve a compartir por compartir, sino a vivir en comunión entre nosotros por la persona de Cristo, en comunión con él. Llevar a los hijos a un colegio católico no debería ser por su orden y disciplina y menos aún para que sean buenas y educadas personas, sino para que Cristo sea el centro también en la formación académica. Es necesario un encuentro personal con Cristo que cambie nuestra vida y no sólo inculcar valores y reglas, por buena que sean.

Al igual que en la cacería del zorro al principio todos los perros corren juntos y a la vez, pero al final sólo corren aquellos que han visto el zorro y saben dónde está, es importante que nosotros sigamos con convicción a Jesús, de lo contrario podríamos encontrarnos perdidos en nosotros mismos y olvidar a quién perseguíamos. No se trata de portarse bien por portarse bien, sino de ser constantes en el bien, algo posible sólo desde un el encuentro real y permanente con Cristo. Lo que funda la vida es la experiencia de Cristo, no la ética.

Pregunta para el testimonio: ¿Trato de poner a Cristo y el encuentro con Él por encima de todo y en todo o pienso que es una exageración buscando darle un espacio al mundo y su mundanidad? ¿Explico a mis hijos el sentido de amor que se esconde en las normas o exijo sin más un respeto por mi autoridad?


lunes, 24 de abril de 2017

Falta poco tiempo

El concepto de "falta poco tiempo" es uno de los más controvertidos entre los intérpretes de los signos de los tiempos y los que estudian la Parusía de nuestro Señor. Hay quienes piensan que es un modo de hablar, quienes lo entienden como inminente y quienes un tiempo del Señor que nada nos dice a nosotros. Otros, casi con una urticaria, como si de un concepto herético se tratase, se dejan investir enseguida por la eterna excusa de que "nadie sabe el día ni la hora", como si con esta guillotina dialéctica se explicase algo a cerca del por qué Jesús habló de esto en muchísimas ocasiones explicándonos cómo tenemos que vivir esa espera "inminente". 

Desde luego esta espera no es una espera simbólica, ni es una metáfora simplemente anecdótica, sino que es, y así debe de ser, una real actitud de TODO católico (por eso hay una sección importante en el CIC sobre este asunto) que habiendo entendido la relevancia del orden espiritual, desea como los primero apóstoles, una vida de fe dirigida al gozo de la promesa de eternidad y su experiencia ya en la vida terrena. El Reino de Cristo ya está en la tierra, pero su manifestación aún no es completa (por eso lo pedimos constantemente en la Eucaristia, "Ven Señor, Jesús", y en el Padre Nuestro, "venga a nosotros tu reino", y es nuestro deber por un lado ser conscientes de ello para desear Su regreso prometido, y luego para pedirle al Padre que acorte esta espera, pues lo que más debería anhelar un cristiano no es continuar con salud y seguridad su vida aquí en la tierra, sino compartirlo todo en Cristo y con su presencia real y plena canto antes.

Para esto es muy interesante entender lo que el jesuita filósofo y teólogo Don Alfredo Sáenz explica en “El Apocalipsis según Leonardo Castellani” en el capítulo “El Apocalipsis y la Teología de la Historia[1]:

El mismo San Juan afirma en el Apocalipsis que la Parusía –palabra griega que aplicada a Cristo significa su presencia justiciera en la historia humana– está cerca. Lo hace desde el comienzo, cuando titula el libro «Revelación de Jesucristo para manifestación de lo que ha de suceder pronto» (Ap 1, 1), hasta el final, donde reiteradamente le hace repetir a Cristo: «Mira, vengo pronto» (Ap 22, 7.12.20).

Digamos una vez más que Cristo no se equivocó. Porque, como señala Castellani, este «vengo pronto» puede ser entendido de tres modos. Ante todo trascendentalmente, en cuanto que el período histórico de los últimos días, o sea el tiempo que corre de la Primera a la Segunda Venida será muy breve, cotejado con la duración total del mundo. Según una antigua tradición judeo-cristiana, «este siglo», es decir, el tiempo que va desde Adán al Juicio Final, tendría una duración de siete milenios, a semejanza de los siete días de la creación: dos milenios corresponden a la Ley Natural, dos milenios a la Ley Mosaica, dos milenios a la Ley Cristiana, siendo el último milenio el de «los tiempos finales», el domingo de la historia, la época parusíaca de los nuevos cielos y de la nueva tierra. Así, pues, en un sentido trascendental, Cristo pudo decir con verdad que su Segunda Venida estaba cerca.

En segundo lugar, la promesa «vengo pronto» puede ser entendida místicamente, en el sentido de que todos debemos considerarnos próximos al juicio en razón de la muerte, que puede sobrevenir en cualquier momento, resultando siempre sorpresiva e inesperada para las expectativas e ilusiones humanas. La pedagogía de Cristo en el Evangelio fue siempre alertar sobre el carácter imprevisto que tiene la muerte para cada uno de los hombres: «Necio, esta misma noche morirás. Lo que has juntado, ¿para quién será?» (Lc 12, 20). Y no sólo respecto de los hombres individuales sino también en un sentido más universal: «Como sucedió en los días de Noé –dijo Jesús–, así será también en los días del Hijo del hombre. Comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca; vino el diluvio y los hizo perecer a todos... Lo mismo sucederá el Día en que el Hijo del hombre se manifieste» (Lc 17, 26-27.30). Lo sensato será, pues, pensar que el fin está siempre cerca, para tener aceite en el candil, como las vírgenes prudentes.

Por fin la expresión «vengo pronto» puede ser interpretada literalmente. Porque ese «pronto» de Cristo, un presente justiciero, se cumplió al poco tiempo en la destrucción de Jerusalén, y luego en el derrumbe del Imperio Romano, los dos typos  del fin del siglo, o sea, el término del ciclo. Se cumplió en su primera fase para los contemporáneos del Señor, y se cumplirá quizá en su forma plenaria para nosotros, que pensamos menos en los fines últimos que los primeros cristianos, siendo que estamos más cerca que ellos.

Así que os animo a vivir cada día como si fuera el último, pero no teóricamente, sino ajustando todo nuestro pensar y planificar a esta espera. Es un modo estupendo de vivir con más intensidad y agradecimiento el tiempo que tenemos a disposición, de no distraernos con preocupaciones inútiles, de dar gracias por las cosas pequeñas de cada día, de apostar por el amor de nuestra familia, de vivir con sobriedad y auténtica esperanza, etc. El objetivo no es dejar de planificar a largo plazo, sino no poner el corazón en aquello que no está en el orden del hoy y de la salvación.

Paz y bien.