miércoles, 26 de octubre de 2016

Mujer sumisa y hombre entregado: cuestión de dignidad o de formalidad

Ante las lecturas del pasado 25 de Octubre (ver al final), no me he podido resistir en aportar un enfoque que suelo transmitir en los cursos de prematrimoniales y que me parece central para estos tiempos, turbios por la ideología de género y la confusión generada por el dolor de los frecuentes divorcios de hoy en día.

Lo primero a tener en cuenta es que lo esencial del mensaje, en ocasiones tergiversado y distorsionado, es que San Pablo empieza con el imperativo exhortativo “sed sumisos” dirigidos a todos. Es decir, lo principal es recordar que todos tenemos que ser sumisos los unos con los otros, por lo que el papel que desarrolla a posteriori sobre el esposo y la esposa es secundario al primero y describe una formalidad descriptiva, más que una esencialidad constitutiva.

Ahora bien, lo más importante de entender bien, es precisamente la expresión más polémica con respecto a las mujeres: “que se sometan a sus maridos como al Señor”. De esta frase quiero destacar dos aspectos fundamentales para penetrar correctamente el misterio profundo e inagotable del matrimonio aportando mi experiencia como psicólogo orientador.

Hay tareas para todos

Hay que tener muy presente que esta frase, en la que San Pablo invita a las mujer a someterse a los maridos, tiene que ser entendida a la luz de la siguiente: “maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia”. Es muy importante, ya que Cristo murió por amor en un sacrificio único, santo, definitivo, pleno y perfecto. En este sentido, no es una tarea inferior a la que se le asigna a las mujeres. De hecho, la tarea de la mujer de someterse al marido se entiende desde la admiración, el respeto y el amor a un marido que está constantemente dando la vida por ella y la familia, pero la del marido lleva a una imitación de cruz, es decir, de muerte.

El concepto de sumisión

Es preciso entender qué es “sumisión”. El concepto de “sumisión” no debe de entenderse de forma despreciativa o minusvalorativa, sino todo lo contrario. La palabra sumisión deriva del latín submissio, que significa “sometimiento”. Sus componentes léxicos son el prefijo sub (abajo) y mittere (enviar), con el sufijo -ción (acción y efecto). Es decir, hace referencia a la acción de enviar abajo. Esta etimología ha dado lugar a entenderlo equivocadamente, como si la mujer estuviera por debajo del hombre y por lo tanto valiese menos. Pero, ¿podría Dios crear a la mujer en menor dignidad que el hombre? Claramente no. El sentido correcto y revelador es que la mujer es enviada a ese “abajo” para trabajar desde las instancias más profundas de la familia. La mujer, con su vocación principal y constitutiva a la maternidad está llamada a ser los cimientos de una familia sobre los que se desarrolla la vida y alrededor de la cual gira prácticamente todo. Hay que entenderla como el eje alrededor del cual no sólo se genera el amor, sino de donde se nutre la seguridad afectiva y se mantiene el desarrollo psíquico, anímico y espiritual de todos los miembros. La madre es la fuente del río y el agua que corre dando vida a quienes la habitan. De hecho todos nacen en ella y permanecen en ella de alguna manera, incluso el padre. Incluso a nivel físico, cuando se concibe un hijo, el padre deja un material genético que se une al de la mujer en la generación de una persona. Ésta llevará en sí ese material genético[1], pero quedará también en el torrente sanguíneo de la madre. Es más, de la madre pasará a otros hijos, por lo que ella acumulará en cada gestación material genético del marido y de los hijos, quienes irán cada vez compartiendo más información (el último, evidentemente, compartirá la de todos). Es curioso observar que el único que no recibe carga, ni recombinaciones genéticas, es el padre, quien está llamado a actuar, en cierto modo, desde fuera. Dicho de otro modo, y de forma figurada, mientras la madre tiene los dos pies en la familia, el padre tiene uno dentro y uno fuera.

¿Es inferior el padre entonces?

Desde luego que no. El padre tiene la función de dirigir ese rio. La madre aporta la vida en el agua y la fuerza para que corra, pero el padre debe de garantizar la dirección del río. Ésa es su tarea. Tiene que estar fuerte, pendiente del entorno externo y atento a defender esa vida que lleva el río. Por eso está dirigido menos a la sensibilidad afectiva, emocional o relacional y más a lo práctico, técnico, organizativo. El padre es más rígido y asertivo porque está llamado a enraizarse y mantenerse firme en la dirección, con fuerza y asertividad (de allí que le sea tan connatural la competitividad). La esposa se abandona a él con obediencia, pero por amor, pues sabe que confía en él y en su disposición a dar la vida para acertar esa dirección y mantenerla. Ambos trabajan con el mismo fin: que el rio y lo que lleva llegue a su correcto destino. Allí ya no será río y los papeles o roles no tendrán ese fin (aunque seguirán marcando nuestra forma de ser, evidentemente), pero permanecerá el amor que cada cual ha puesto en su tarea y gozarán de los frutos que ese amor ha dado.

No sólo genética

Esta centralidad de la madre a nivel genético es más fuerte aún si lo entendemos desde la implicación psicológica, espiritual y teológica. La madre se dirige vocacionalmente y antropológicamente hacia la génesis del amor y hacia la fuerza que lo mueve dentro de cada uno de los miembros familiares, padre incluido, quien, como San Juan Pablo II escribió en una preciosa poesía “sabe que está en ellos: quiere estar en ellos y en ellos se realiza”[2]. El padre gira alrededor de la madre y ésta tiene la noble y fundamental tarea de colaborar para que los hijos se percaten de él, le respeten y le sigan con la misma fe. En este sentido, retomando la poesía: “sombra debe ser una madre para sus hijos”. La madre tiene un papel fundamental por su delicadeza, pero tiende a ser poco visible. Es un papel central para todos los miembros (incluso externos a la familia), pero no es apreciado, no por valer menos, sino porque apunta sobre todo a los demás y especialmente al capitán, quien lleva el barco o el río. Por eso la Iglesia (jerárquica), en la metáfora de San Pablo, no debe de buscar ser alabada, seguida y apreciada, sino encargarse de indicar a Jesús desde el servicio humilde y fiel, como hizo también San Juan Bautista, y de que todos sigan a Jesucristo. La Iglesia nos muestra a Cristo guardando bien el camino y Cristo nos lleva al Padre, del mismo modo que una madre indica al padre y éste lleva a Dios. Pero el esposo, sin la esposa, no llega por sí mismo al final, ni lo hace con mayor o menor mérito, pues escasa es la aportación de los padres en la tarea de la educación y del amor, y grande lo que Dios pone de suyo con la gracia que sostiene y dirige los frutos de ese amor y a la familia entera.

No es pues cuestión de importancia en los papeles, sino de compenetrarse “EN” el amor (amor conyugal y familiar), “CON” el amor (amor sacramental que presencia a Cristo y manifiesta la inhabitación trinitaria en cada uno) y “PARA” el amor (la comunidad de amor y el cielo).

Algunos consejos

Tanta teoría no es útil sin unas concreciones prácticas o unos consejos interesantes, por lo que tratemos ahora de abarcar esos papeles familiares de modo más concreto.

La madre

Que la madre no abandone su maternidad, que no reniegue de su fertilidad, ni desprecie su sensibilidad o su capacidad de relacionarse de tú a tú con los hijos y con los necesitados. Esa facilidad para emocionarse, para sentir, para intuir, para adelantarse a todo. O esa capacidad de relativizar y flexibilizar la rigidez de las normas. Son características que la enriquecen y que brotan de su condición antropológica y que marcan su camino de santidad. El cuidado de los hijos, desde esta perspectiva, no podrá ser sustituido por nadie, ni por el padre. Es bueno que la madre hable bien del padre y que le incluya en la dinámica familiar invitando a ir a verle, a saludarle al llegar a casa, o invitando al padre a pedir perdón a los hijos cuando se ha excedido, rebajando los castigos hablándolos con él, consolando las lágrimas de los hijos mientras sufren la fuerza del padre y a la vez mostrándole al padre aquellas asperosidades que tiene que pulir y suavizar para ser imagen de San José y no del “justiciero de la noche”. ¡Qué tarea tan importante de la esposa para con el esposo!

El padre

El padre tiene que aprender a ser justo, a no enfadarse siempre y demasiado, a ser flexible y misericordioso. Exigente, pero con cariño. Tiene que estar atento a las necesidades de los hijos, especialmente de los varones que buscarán en él (cada uno a su manera única  e irrepetible) ese modelo, esa seguridad que no sólo les indicará cómo ser con los demás, sino que les dará una guía de cómo tratar a las mujeres y a su futura mujer. Un padre tiene que saber dejarse llevar de la mano por su esposa hacia la intimidad familiar y estar dispuesto a aprender con respeto y sensibilidad cómo manejar tanta fragilidad interior. Una hija con un padre bueno es una mujer fuerte y sana, capaz de buscar un buen hombre sin la necesidad de lanzarse en los primeros brazos que la consuelen o en amistades que la distraigan.

Los hijos

Aunque no de una forma absoluta por el factor “libertad personal”, los hijos reflejarán siempre la calidad del amor que se han tenido los padres. Crecen nutridos del amor conyugal, no del amor que individualmente los padres les tratan de transmitir. Cuando falta uno de los padres, la tarea se hace difícil y es preciso un esfuerzo de compensación por la madre o el padre que quede. Una ruptura matrimonial SIEMPRE herirá el corazón de los hijos, lo digan o no, se note o pase desapercibido, ocurra a los 8 años o a los 40. Hay algo espiritual que conforma una familia y es el hogar íntimo compartido que se aprecia por una sensible observación o por su triste ausencia cuando desaparece.

Conclusión

El ser humano tiene la increíble capacidad de pensar y razonar para descubrir la verdad y conocer el amor, pero también es capaz de generarse y “aceptarse” creencias que como finas capas le ciegan el intelecto y le entregan a las creencias inventadas para justificarse. Es cuando nuestro “yo” se oscurece tras justificaciones y falsedades que ya no reconcomeos, sino que defendemos y justificamos. Se hacen invisibles a la conciencia por su lento proceso de auto-pegado y es importante contrastarlas con una vida humilde, abandonada a la voluntad de Dios y, por lo tanto, a la oración silenciosa que las revela. Es precisa una vida de gracia y en eso consiste la acción sacramental de Cristo en el matrimonio. Los esposos, iguales en dignidad, se deben un amor mutuo que les proyecta a través de Cristo y la realización de una comunidad de amor (la familia) hacia el eterno gozo del cielo, donde se reunirán para contemplar las grandezas de Dios en esa vocación, que nada tiene que envidiar al sacerdocio si es vivida con amor intenso y verdadero.

Os dejo la lectura del 25 de octubre de 2016 de la que se inspira esta reflexión.

Paz y bien.

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Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (Ef 5, 21-33)

Hermanos: Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano. Las mujeres, que se sometan a sus maridos como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es el salvador del cuerpo. Pues como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia: El se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. «Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.» Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia. En una palabra, que cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo, y que la mujer respete al marido.



[1] Hay estudios concretos en los que, tras la fecundación de dos ratas, se ha encontrado una migración de células madre de la hembra (donde hay carga genética del padre) que han terminado instalándose en el cerebro de la madre. Es decir, el acto reproductivo llegó a trasladar células del padre a la madre y este material genético se recombina en cada parto. Cuanto menos asombroso.
[2] K. WOJTYLA, Esplendor de paternidad, ed. BAC, Madrid, 1990 pp. 171-172