lunes, 25 de enero de 2016

Diferentes devociones, un sólo caminar.

Muchas veces caemos en la tentación de proponer a otros vivir la fe y el amor como nosotros o con el mismo estilo. Nada más lejos de lo que propuso el Señor. El Espíritu Santo sabe soplar con creatividad continúa, siempre nueva. No se cansa, ni se esfuerza, pues está en su naturaleza el crear continuamente y renovar. Es él quien hace brillar el amor de Dios, quien lo hace verdaderamente bello, quien lo da a descubrir y confiere fecundidad. 


A veces incluso llegamos a juzgar a otros por no hacerlo como los demás o, peor, como nosotros. Sin embargo, cómo nos recuerda San Francisco de Sales no hay un solo modo de devoción, como no hay un solo carisma. 



¿Cómo saber entonces cómo nos inspira el Espíritu Santo cada día para llegar a Dios y proclamar la gran noticia que tenemos los cristianos?



Pues evidentemente hay una vía oficial y otra oficiosa. La primera es mediante la oración, ese encuentro con el Señor estando a solas, de tú a Tú. Es un momento caracterizado obligatoriamente por un silencio que tiene que ser sobre todo un silencio interior de escucha y de apertura, pero que también implica cierta mortificación, base de la verdadera humildad que alimenta el amor a Dios reduciendo el amor propio. La segunda vía, la oficiosa, es la vía de la devoción al Corazón de María. Oficiosa porque en ningún momento de la historia de la Iglesia se ha obligado a contemplar esa vía de cara al descubrimiento de la voluntad de Dios, pero que quien ha descubierto el amor de María como el de una Madre y la entiende como administradora de TODA gracia habrá comprobado que María es en realidad indispensable para tener certeza, dirección y facilidad. María es la línea recta entre nosotros y Cristo, por lo que es de insensatos o soberbios pretender caminar sin ella. Los mismos apóstoles, sin María, se habrían perdido tres la crucifixión de Jesús, pero ella les mantuvo unidos y en la esperanza de Su hijo. María es mucho más de lo que imaginamos y está, o puede estar, mucho más presente de lo que pensamos.



Especialmente en estos últimos tiempos, que empezaron con la partida de Cristo al cielo, pero que se han claramente agudizado en estos últimos años, es una pieza clave. Como dije en otras ocasiones, María trajo por primera vez a su Hijo, nuestro Señor, y es lo más lógico que tenga que ver bastante con su regreso. Tantas apariciones y tan frecuentes lo indican claramente y su mensaje es un mensaje general, no tiene que ver con el carisma o la devoción de cada uno. En este sentido su llamada a la oración, al ayuno (lamentablemente muy olvidado por la Iglesia Católica ya que es el principal modo de defendernos del demonio y de la tentación de vivir como el mundo), al Rosario (que no lo considera como oración personal propiamente), a la fidelidad al Papa (y en general el amor y oración por los sacerdotes), al no juzgar (el juicio es de Dios, nosotros sólo tenemos que amar y ser pacientes), al dar extrema importancia a la buena confesión y a la Eucaristía (especialmente a la adoración eucarística), así como a la lectura de la palabra de Dios.



No confundamos la diversidad de carismas o el tipo de devoción personal que el Espíritu Santo inspira y la condición de cada uno, con el camino común a todo cristiano y que, si no se anda, seca nuestro espíritu. Porque si secamos nuestro espíritu, secamos la fecundidad de Dios en nosotros y solo daremos lo poco que somos y no a Dios. 



Necesitamos volver al camino tradicional, pero verdadero y necesario, del ayuno (que es mortificación), la limosna (que es sobre todo caridad práctica) y la oración (no la práctica por la práctica, sino la búsqueda del encuentro con Dios en la intimidad de cada uno).



Os dejo pues el texto de San Francisco de Sales sobre estos aspectos que titula "La devoción se ha de ejercitar de diversa manera":


«En la misma creación, Dios creador mandó a las plantas que diera cada una fruto según su propia especie: así también mandó a los cristianos, que son como las plantas de su Iglesia viva, que cada uno diera un fruto de devoción conforme a su calidad, estado y vocación.
La devoción, insisto, se ha de ejercitar de diversas maneras, según que se trate de una persona noble o de un obrero, de un criado o de un príncipe, de una viuda o de una joven soltera, o bien de una mujer casada. Más aún: la devoción se ha de practicar de un modo acomodado a las fuerzas, negocios y ocupaciones particulares de cada uno.
Dime, te ruego, mi Filotea, si sería lógico que los obispos quisieran vivir entregados a la soledad, al modo de los cartujos; que los casados no se preocuparan de aumentar su peculio más que los religiosos capuchinos; que un obrero se pasara el día en la iglesia, como un religioso; o que un religioso, por el contrario, estuviera continuamente absorbido, a la manera de un obispo, por todas las circunstancias que atañen a las necesidades del prójimo. Una tal devoción ¿por ventura no sería algo ridículo, desordenado o inadmisible?
Y, con todo, esta equivocación absurda es de lo más frecuente. No ha de ser así; la devoción, en efecto, mientras sea auténtica y sincera, nada destruye, sino que todo lo perfecciona y completa, y, si alguna vez resulta de verdad contraria a la vocación o estado de alguien, sin duda es porque se trata de una falsa devoción».

Que Dios os bendiga.

Diego Cazzola Boix

lunes, 4 de enero de 2016

“Un camino”, muchos “caminares”

Según la psicóloga Mila Cahue en su reciente publicación «El cerebro feliz» “la receta de la felicidad es personal, intransferible y absolutamente subjetiva”. Dice que “la felicidad está vinculada a la calidad de las relaciones que somos capaces de crear en nuestra vida”, que “nadie nos va a decir en qué consiste nuestra felicidad”, así como que no hay que “tomarse todo personalmente” y que podemos, y debemos, “aprender lo que haga falta para sentirnos capaces de diseñar una vida a nuestra medida”.

Sin haber leído el libro y basándome sólo en su presentación en el artículo del ABC, puedo decir que son un conjunto de verdades a medias que parecen  más verdades que mentiras en la medida que no nos paramos a entender quién es el hombre en profundidad. Si nos quedamos en una respuesta superficial e inmanente, esto es, psicológica y no trascendental, puede parecer de ayuda o interesante, pero es mentira y engaño. Los santos han hablado mucho de felicidad y la Iglesia no para de enseñar el camino de la felicidad y nunca han hablado ni de estas cosas, ni de de esta forma. ¿Por qué? Porque es un lenguaje que engaña.

Es cierto que la regulación emocional, la capacidad  de adaptarnos o la capacidad de comunicación son importantes, pero la coherencia y el equilibrio entre éstas y más capacidades humanas importantes no surgen, como se pretende afirmar, de nuestra voluntad, sino por unas características más profundas que nuestra dimensión psíquica, pues son características espirituales de carácter trascendental.

La relación personal es importante en el ser humano porque está llamado a tener una relación íntima con Dios, que es un ser personal, pero reducir esta vocación a la relación humana es reducir su alcance, capacidad y entidad.

La receta de la felicidad no puede ser intransferible porque  sería una desgracia. Precisamente Cristo ha venido a darnos la receta y ésta es él mismo. Cristo es más que transferible o comunicable ya que es “vivible” por todos. Todos podemos vivir a Cristo y trasmitirlo con certeza y objetividad. Si fuera subjetivo se quedaría en una experiencia emocional, que sí es subjetiva. Pero el amor va más allá de la experiencia personal para alcanzar la experiencia interpersonal e incluso ultra-personal si hablamos de personas humanas, pues su fin es siempre Dios Padre. Así que no estoy de acuerdo en que nadie nos pueda decir en qué consiste nuestra felicidad. La felicidad consiste en sabernos y sentirnos amados por Dios a pesar de nuestras pobrezas, caídas y pecados. Que no haya pecado que ahuyente el perdón de Dios es nuestro mayor gozo. Dios tiene más interés que nosotros en que le amemos para que seamos felices y gocemos con él toda la eternidad. Cristo es el camino, la verdad y la vida, por lo que por él es posible la felicidad. En este sentido la felicidad es Cristo.

No se trata de diseñar “una vida a nuestra medida”, sino de encontrar la que tenga a Dios en el centro absoluto. Se trata precisamente de quitar del medio nuestras pobres aspiraciones de goces temporales, limitados, caducos y abrazar los deseos de un Dios que, como buen Padre que sale a nuestro encuentro, nos quiere indicar el camino mejor a cada uno. Es cierto que todos tenemos un camino diferente, pero siempre está en Cristo y esto hace del camino objeto de comunión. La Iglesia, para el hombre peregrino, es ese camino común en el que encontramos la felicidad juntos y en el que juntos la disfrutamos y compartimos de muchos modos. “Un camino”, muchos “caminares”.

Tampoco se trata de “esperar plácidamente, permitiendo que todo siga su curso”. Ésta no es paciencia, es espera estoica e inútil. La paciencia es la virtud de la espera sin inquietarse, pero siempre de quien espera en el Señor, ya que otra espera es una mentira. Nadie espera con paciencia si no sabe la certeza y la grandeza de lo que espera. No es lo mismo esperar la misericordia de Dios que la sanación de un curandero. No es lo mismo esperar el cielo prometido que la plenitud de la ciencia o la tecnología. Una paciencia plena va acompañada de una capacidad de ofrecimiento y entrega, algo que Mila Cahue no parece haber acertado a describir.

Tampoco “rodearse de personas y circunstancias positivas” parece ser un buen camino de felicidad. Y sino pregúnteselo a la madre Teresa, al padre Pío o a San Francisco de Asís. Hay que rodearse de los más necesitados y amarles hablándoles de Dios, explicándoles quién es Dios y cómo funciona su amor, acompañándoles en su descubrimiento personal e invitándoles a vivir libremente ese camino que es la Iglesia. Estos necesitados serán los hijos, los parroquianos, los más pobres de los pobres o un lector que trata de descubrir, en esta humilde reflexión, lo fácil que es caer en las palabrerías engañosas de este mundo hipercientífico y relativista que cree saberlo todo por su propia soberbia iniciativa.

La felicidad uno no se la da a sí mismo, no la puede forzar, ni la puede encontrar por su propia voluntad. La felicidad es encontrase con Cristo, es decir, es un don basado en un encuentro personal y no hay otra forma de decirlo ni en teología, ni en filosofía, ni en psicología, ni tampoco en la ciencia experimental laicista. Implica una disposición humilde de vivir en la verdad cuyo deseo Dios ha puesto escondido en nuestro corazón y que nos atrae a él. Somos capaces de la Verdad y de un encuentro con ella, por eso lo deseamos como al agua cuando tenemos sed, de forma casi instintiva o, mejor dicho, natural. Cuando un corazón se inicia en la búsqueda de esa Verdad, ella sale a su encuentro por medio de la gracia y de otras personas que, en el rostro de Cristo, llevarán ese corazón a crecer través de la misericordia y una experiencia personal, pero muy verdadera y auténtica, de comunión.

Si “¿cómo ser feliz?” es lo que más buscaron los españoles en Google durante el año 2015 significa que la gente busca otro modo de ser feliz y que este mundo no lo sabe. Desde luego no estará en Google la respuesta, pero sobre todo no estará en libros que dejen de un lado a Cristo en esa búsqueda. O somos de Cristo o estamos contra él. No hay grises en esta decisión.

Vive en Cristo y sé feliz. Paz y bien

Diego Cazzola