miércoles, 25 de enero de 2017

Dios no deja caer al hombre si no es para levantarlo y dignificarlo más

Son tiempos ácidos donde reina un combate entre la Verdad del amor y la doblez azufrosa del mal. Ya hay muchos muertos en esta batalla que empieza por la sospecha que penetra casi irreversiblemente en el corazón y que termina generando dudas, confusión, desacuerdos, divisiones y juicios de muerte espiritual. Mueren así buenos cristianos sin saberlo apenas, se ahogan sacerdote de Cristo en tareas inútiles o secundarias olvidando su misión, muchos pierden el sentido de la espera, de la contemplación y, sobre todo de la esperanza en la providencia de Dios, y otros olvidan el gozo de la entrega en lo pequeño, el sentido de las pequeñas cosas. Se aborta la sencillez de los niños introduciéndolos en la inmoralidad, el morbo y el desorden, olvidando que el amor es ante todo pureza. Se pudren gobiernos y economías abandonándose y entregándose a ese camino presuntuoso de soberbia autoafirmación que llevó a Adán a pensar que podría conseguir algo mejor al margen de Dios.
Todo esto es signo de un combate que se cierne en lo secreto de lo espiritual y que pocos son capaces de ver y percatarse de su entidad real. Algunos se preguntan porqué Dios calla olvidando que también en la cruz pasó lo mismo, pero el aparente silencio de Dios no es desprecio ni indiferencia, sino amor puro a la voluntad todopoderosa de Dios. María ha prometido el Triunfo de su Corazón Inmaculado y Dios, que no hace nada sin revelarlo a sus profetas, tiene siempre el mejor plan y después de este destierro, nos mostrará a su Hijo de la mano de su Madre y nos lo dará para siempre. Si seguimos en este combate sin mirar al cielo con humildad, Dios nos dejará caer por culpa de nuestro propio pecado, pero cuando nos levante habrá merecido la pena.
Dios no deja caer al hombre si no es para levantarlo y dignificarlo más.
Como dijo San Agustín con respecto a la conversión de San Pablo: "Era necesario que primeramente fuera abatido, y seguidamente levantado; primero golpeado, después curado. Porque jamás Cristo hubiera podido vivir en él si Saulo no hubiera muerto a su antigua vida de pecado. [...] Al perseguidor se le quitó la luz para devolvérsela al predicador; en el mismo momento en que no veía nada de este mundo, vio a Jesús. Es un símbolo para los creyentes: los que creen en Cristo deben fijar sobre él la mirada de su alma sin entretenerse en las cosas exteriores..."
Tengamos esperanza, entonces, que pronto terminarán los dolores de parto y grande será la acogida de Cristo en su nuevo Reino.
Paz y bien.

domingo, 15 de enero de 2017

¿Conoces el gran tercer milagro de Dios?

Todo cristiano sabe, sin conocimientos avanzados en teología, que Jesús es “EL” Salvador del mundo, la encarnación de la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo de Dios. La reciente Navidad nos ha recordado, una vez más, cómo Jesús manifiesta el Amor extremo del Padre, quien manda a su Hijo encarnarse para redimirnos del pecado, mostrarnos un rostro y una vida que nos sea de ejemplo y que podamos entender. Como Dios suele hacer, no se limitó a la suficiencia, sino que decidió colmar el vaso y quedarse con su presencia para todos los hombres y no sólo para aquellos que le pudieron ver realmente en su tiempo de vida en la tierra. Decidió hacerse pan y permitir ser invocado por los sacerdotes en la bendita y sacrosanta Eucaristía. Es el segundo milagro más grande después de la Encarnación: la “panificación”. Si era impensable que el Verbo de Dios se hiciera hombre y viviera como hombre en la carne y el tiempo, sufriendo la corrupción del tiempo, experimentar las necesidades humanas, asociando a su divinidad nuestra humanidad en cuerpo y alma naciendo de una santa mujer Virgen, más inimaginable habría sido que asumiera la naturaleza de la materia, una “algo” ni siquiera animal: el pan. Abierto a sufrir ya no sólo las necesidades humanas, sino también los peligros de la materia y su mayor deterioro. El pan no se puede defender, se le tiene que cuidar, crear cada vez, se le puede pisotear sin que pueda escaparse y es sencillo y humilde hasta en su composición: harina y agua. Cualquier forma consagrada es insípida, del color más simple de todos, aunque a todos los reúne, no huele a nada y apenas alimenta o tiene textura. Porque si supiera a lo que realmente es, no podríamos con ello. Olería al incienso más refinado o la fragancia más cautivadora, contrastando con el sabor a la sangre de la cruz y a la carne escarnecida; su textura sería la de la misma cruz, pero saciaría indefinidamente dejando la satisfacción de 1000 banquetes.

Pero hay un tercer milagro que pocas veces apreciamos como los anteriores y que es casi otra encarnación. No tendría sentido decir si es más importante o no, pues simplemente es necesario y plenamente divino, es decir, perfecto como Dios mismo: es la encarnación del Espíritu Santo. Ya con María se puede ver cómo el Espíritu Santo, “la Concepción Inmaculada increada”, como decía San Maximiliano Kolbe[1], decide, siempre por Voluntad del Padre, crear y morar[2] en María, “la Concepción Inmaculada creada”, como dijo en Lourdes la propia Virgen María. Pero este milagro, que llevaría para ser abordado toda una vida por su esplendor y relevancia, no es el único. Como siempre las cosas de Dios no destacan por la vistosidad, sino por una grandiosidad tan paciente como silenciosa. Cuando el Espíritu Santo obra grandezas, casi siempre queda en la sombra más discreta. Lo que pasó en el silencio de María no fue lo único que marcó a la humanidad pecadora sacándola de su condena, sino que el mismo Espíritu Santo vino él también a nosotros, pero no nos damos cuenta de qué implicó realmente este gran acontecimiento. Veamos.

Igual que el Padre tiene un Verbo divino, eterno y engendrado desde el principio, también tiene un Aliento. Este aliento sale también del Padre y está en el Verbo, por lo que también sale de Él. La respuesta del Hijo es fruto de un Amor como el del Padre, por eso el Espíritu Santo es “EL Amor” que brota del Padre y del Hijo y, como decimos en el Credo,  “con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y gloria”. Estas misteriosas e insondables relaciones marcadas por el Amor no podían no marcar a la humanidad con la misma huella. Igual que la luz tiene una fuente, pero se distingue de ella sin abandonarla cuando es personalmente aceptada con perfecta correspondencia, el Espíritu Santo “ilumina” por medio de la Verdad toda la realidad que tiene que ser rescatada y elevada a la presencia del Padre. Y también, igual que la luz “calienta” cuando es recibida, Jesús salva por medio de su palabra de Misericordia y su sacrificio de Amor. Quien se una al Verbo de Dios, se une a la misión de la Cruz redentora y se hace “adverbio” del Verbo, participando del aliento del Padre y del Hijo que es el Espíritu Santo, que viene a ser el creador y santificador del Padre. El Espíritu Santo es la divina operación que nace de la única operación de Dios: engendrar amando.

Entendido rápidamente, y muy superficialmente, lo importante de las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, podemos entender cuál es el tercer gran milagro del Espíritu Santo. Si la grandeza del Verbo ha sido visible en la cruz, aunque no fácilmente comprensible, a los ojos de los hombres, el Espíritu Santo obró con igual fuerza, aunque con menor visibilidad (como le es propio), en cada uno de nosotros. El bautismo, que significa “inmersión”[3], nos introduce en la Vida de Dios “regenerándonos”[4] en lo más profundo, que es nuestra dimensión espiritual personal más íntima, disponiéndonos a ser, como María, “habitadores” del Espíritu Santo. Al ser el Espíritu Santo un diálogo de Amor Divino entre el Padre y el Hijo, se entiende que el bautizado que vive en gracia ante Dios puede llegar a experimentar una auténtica “Inhabitación Trinitaria”[5] que manifiesta la encarnación del mismo Espíritu Santo en nosotros y que nos permite ser no sólo “ipse Christus” (como Cristo), sino “alter Christus” (otros Cristo)[6], es decir, cristificados[7]. Este es el gran tercer milagro: que el Espíritu Santo se encarnó en cada uno de nosotros. Lo alimenta la Eucaristía, cuando estamos dispuestos y limpios por la confesión sacramental y nos prepara, dispone y mueve a ser otro Cristo en este mundo. La Eucaristía no es sólo Cristo que “se hace nosotros”, sino nosotros “haciéndonos Él” por la obra silenciosa del Espíritu Santo.

Así que la persona del Verbo de Dios asumió la naturaleza humana (alma humana y cuerpo humano) para redimirnos y permitir la encarnación del mismo Espíritu Santo en cada uno de nosotros. Esto es el Reino de Dios que “está cerca” (Lc 1,15; Gal 4,4). Está cerca porque por la acción salvadora de Cristo podemos recibirle y por la acción vivificadora del Espíritu Santo podemos vivirle, esto es, ser su morada real, no simbólica o teórica. No es una metáfora, es la inserción transformadora y regeneradora de la vida de Dios en nosotros, la presencia real de la Trinidad en nosotros, la plenitud a la que estamos llamados por el bautismo y que perdemos sólo por el pecado (por eso en el cielo no estará cerca el Reino de Dios, sino que estaremos plenamente en Él).
¿A caso no es un milagro ser el cuerpo del Espíritu Santo y vivirle sin perder nuestra libertad e identidad? Cristo asumió una identidad humana, un “yo” personal propio de una naturaleza humana, pues aunque la persona es divina, su conciencia debía manifestarse con un “yo” propio. Cristo es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6) porque es por medio de Él (sobre todo en la Eucaristía) que recibimos al Espíritu Santo en plenitud, capacitándonos para ser nosotros el tercer milagro: encarnar al Espíritu Santo.

El Espíritu Santo obró en el silencio de cada uno de nosotros con su propio estilo creativo, discreto, pero poderoso, ahora pongámosle voz y que sea voz de Amor: ¡se tú el milagro de Dios!

Paz y bien.
Diego Cazzola
(Psicólogo orientador)




[1] Cfr. KOLBE, Maximiliano (Beato Padre), L’Immaculée révèle l’Esprit-Saint, ed. Lethielleux, Paris 1974.  
[2] “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”  (Lc 1,35)
[3] CIC, n. 1214.
[4] CIC, n. 1215.
[5] Lo dice el mismo Señor: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Y San Pablo: “Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones” (Ef 3,17). Igualmente leemos en el Apóstol San Juan: “A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu.... Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4,12-13, 15-16).
[6] Cfr. San José María Escrivá, Es Cristo que pasa, Cap. 18 n. 185.
[7] San Ignacio de Antioquía, gran padre del desierto, se definía como “Theóforo”, portador de Dios, o también “Cristóforo”, portador de Cristo.

Sé tú el milagro