domingo, 27 de agosto de 2017

¿Está bien querer ser sexy?

En pocos días de playa en Benidorm y ya estaba cansado de buscar algún lugar donde mirar en el que no haya pechos al aire o biquinis con más de 3 cm de superficie. Parece que las mujeres ya no quieran ser sexys para conquistar o llamar la atención, sino que ahora sea un estándar de vestirse.
Observo que la mayoría de las mujeres tratan de vestir tratando de excitar a los hombres. Y no sólo las jóvenes, sino las más mayores y las niñas también. Los “pantalones” demasiado cortos, los sujetadores a la vista, los biquinis que parecen sujetadores o con transparencias que dejan poco a la sugerencia.

Me he preguntado si está bien tratar de estar así de sexy en general y comparto mi reflexión que a algunos puede parecer exagerada, pero que creo que es muy razonable y que el mundo está oscureciendo esta claridad y la hace opaca a la pureza que es propia del cristiano.

Cada vez veo más claramente que ser sexy no tiene nada que ver con estar guapas, sino con provocar al hombre para que en su excitación, mayor o menor, considere especial a la mujer. No tiene nada que ver con la belleza, sino que es un modo de atraer la atención sobre determinadas partes del cuerpo que deben de estar reservadas a excitar a quien se le haya prometido ese cuerpo y con quien esa unión sea legítima. Exhibir el cuerpo indiscriminadamente es demostrar que nuestra dignidad (que es algo que radica en el interior) está a la venta a cambio de elogios dirigidos sólo a un cuerpo. Impide entender la unicidad de uno mismo y no deja que la intimidad tenga su lugar propio de expresión, que, como ocurre con la intimidad interior, tiene su propia parcela que no es de dominio público.

Desde siempre el mundo ha impuesto un modo de entender la intimidad, la belleza, la fidelidad, y muchos más valores, despersonalizados y reducidos. Sin embargo, a partir del siglo pasado lo hace de una forma más aguda e impositiva despreciando el hecho de que el cuerpo manifiesta lo valioso de nuestro interior y que lo que hacemos con él declara lo que hacemos con lo más profundo de nosotros mismos. Del mismo modo que nuestros pensamientos no los podemos comunicar a cualquier persona ni en cualquier momento, lo que enseñamos excesivamente con nuestro cuerpo desvela o una pobreza interior que no tiene nada que manifestar a nivel físico o un deseo de aceptación y cariño tan grande por el que estamos dispuestos a hacer cualquier cosa para conseguirlo. Atención con este último motivo, pues denota, en mi opinión, un vacío interior que por dentro crece como un cáncer y por fuera fracasará exponencialmente. Igual que beber sólo alcohol cuando se tiene sed de verdad, no sirve más que para empeorar la situación, saciar nuestro deseo de aceptación y valía abriendo las puertas indiscriminadamente a los demás, sólo generará un vacío creciente y agobiante.

Los consagrados y todos aquellos que han hecho voto de castidad no muestran mínimamente su cuerpo porque nadie tiene que excitarse con lo que es ya de Dios, es algo que no tendría ningún sentido. En el caso de los esposos, sólo ellos son los destinatarios mutuos de una posible excitación, pero nadie más y en privado. Porque no da igual ser pudoroso y respetuoso que no serlo. Es una cuestión personal y social y no una mera conducta social. Claro está que parto del hecho de que existe una verdad, una moral y un sentido de todo.

En el ámbito cristiano también se observa una falta de pudor y de respeto por la intimidad que me llama mucho la atención. Sólo hace falta ver cómo vamos a una boda o a la misa dominical, pero, en mi opinión incluso en la playa debemos de observar ese respeto esponsal. Para decirlo de un modo muy sencillo: si una mujer no se pasearía por la calle en ropa interior, ¿por qué en la playa parece que sí pueda mostrar lo mismo? Sin embargo, observo un razonamiento al revés: ¿si en la playa puedo mostrarlo todo, por qué no fuera de la playa? Pero el origen de la cuestión está en el sentido de todo y en su origen. El sentido de la persona es el amor y por lo tanto, el del cuerpo es la expresión de ese amor. Su origen es la dignidad humana, que no puede ser reducida o aniquilada separando el cuerpo de la fuente de su valor espiritual interior. Es una cuestión de coherencia con nuestra estructura antropológica que no podemos saltarnos a la ligera sin desgastar el significado más profundo de nuestra intimidad.

El peligro para los cristianos, además, presenta más inconvenientes.

El primero es que la falta de pudor, en sus diferentes grados, es signo visible y proporcional de la ausencia del Señor en sus vidas y en sus cuerpos, es decir, en sus personas y en su matrimonio. Por eso Adán y Eva se sintieron desnudos y avergonzados ante su pecado, porque su alma se oscureció y su cuerpo acogió esa vergüenza en su expresión.

El segundo inconveniente es que, si son padres, estarán enseñando a sus hijas e hijos desde edades muy tempranas que su valor no depende de “quienes son”, sino de “cuánto” excitan, perturbando su sensibilidad y su inocencia, por no hablar de sus gustos y modos de expresarse. Como siempre hay grados, pero lo más difícil de los grados es percatarse de los cambios, especialmente cuando acontecen de forma paulatina. Lo mejor es enseñarles un máximo respeto por su cuerpo, pero no un respeto basado en lo que se ve desde los ojos del adulto, sino en lo que deben de aprender a ver sus ojos en lo que su cuerpo expresa, para que vean reflejada su intimidad en su corporeidad.

Personalmente creo que un buen criterio con respecto al pudor nos lo puede dar la Virgen María, maestra de pureza. Sólo hay que preguntarse si de estar presente estaría orgullosa o si ella vestiría así. Porque la pureza y el pudor no son algo sólo para los consagrados o los santos canonizados, sino para cualquiera que haya entendido que somos templo del Espíritu Santo y que quiera vivir con su cuerpo la misma profundidad de entrega a Dios que lleva en su alma.

En conclusión.

No es cuestión de ser puritanos extremos que no van a la playa o que no sepan arreglarse para estar presentables e incluso bellos, sino de ser cristianos conscientes del significado de su cuerpo y capaces de asignarle su valor esponsal y educar en ello. Mi consejo es que no tratemos de ser sexys, sino de que nuestro cuerpo muestre lo mucho que amamos a Dios y lo suyos que somos en todo momento. Porque lo más importante no es lo que los demás piensen de nosotros, sino el ejemplo de nuestro amor por Dios que vivimos en la vocación que tengamos.


Paz y bien.



martes, 8 de agosto de 2017

La santidad en el matrimonio y la familia

Muchos piensan que el matrimonio es un invento de la Iglesia, pero no es así. La unión del hombre y la mujer es de lo más antiguo que existe, sin embargo con el cristianismo esa unión ha sido elevada a sacramento, esto es, a signo visible de la unión entre Cristo y la Iglesia. Es un enlace que bebe de la misma fuente del amor de Cristo al Padre y que nos propone un amor fiel, libre, fecundo, recíproco, indisoluble, total y exclusivo. Entendiendo así el matrimonio se aprecia enseguida la gran diferencia con sus fases previas, especialmente el enamoramiento, donde pesa la idealización, el sentimiento, la falta de entrega total en la intimidad física, psicológica y espiritual. Juntos, marido y mujer, tienen que aprender a vivir ese amor buscando la santidad. ¿Pero en qué consiste la santidad matrimonial? Es una pregunta que, en mi opinión, no se ha llegado a contestar bien hasta el concilio Vaticano II y que aún le queda, pero voy a tratar de resumirla desde el Evangelio. El secreto de la santidad, en mi opinión, lo dio Jesús al decir que quien quiera seguirle tiene que negarse a sí mismo, cargar con su cruz y seguirle (Mt 16, 24-28) y al dejar claro que es un camino especialmente duro (Cfr Mt 19, 3-12).

Para el matrimonio la clave hoy en día está en la primera fase: negarse a uno mismo. Se trata de morir a lo que nos apetece, a nuestros gustos de toda la vida, incluso a nuestras necesidades de hobbies, deportes, amistades, etc. No se trata de renunciar a algo, sino morir a uno mismo, a todo. Sólo un morir total de la semilla, permite que dé fruto. Y sólo el morir de los esposos a sí mismos les permitirá convertirse en la nueva y única realidad de dos personas en una sola carne y una sola alma[1].

La segunda fase del camino es cargar con la cruz. En el matrimonio pueden haber muchas, pero la principal es entregarse a los hijos para que aprendan a conocer el amor de Dios y aceptarlo. La cruz está en resistir a las tentaciones del mundo en cada etapa educativa: la excelencia académica, estar a la moda, buscar valer por lo que se tiene y no por lo que se es, dar a cada hijo lo suyo, etc. Y todo esto sin perder de vista la relación conyugal que es la fuente del amor de los hijos.

La tercera fase de la santidad es la de seguir a Jesús. Para ésta, en el matrimonio, la clave está en conocerle, vivirle en los sacramentos, orar, consagrarse a él, pero sobre todo aprender a perdonarse. No me refiero a olvidar, sino en perdonarse de corazón, es decir, con profunda sinceridad, del mismo modo que Dios nos perdona.

Ésta es la santidad en el matrimonio y por eso no puede romperse sin más, pues es imagen del Amor Trinitario y de la alianza entre Cristo y la Iglesia. Nadie dice que sea fácil, tampoco que sea obligatorio, pero la realidad no está para ser inventada, sino para ser descubierta. La libertad no está para hacer lo que nos da la gana, sino para dirigir nuestras acciones con responsabilidad y decidiendo a qué o quién entregamos nuestra vida. El matrimonio es la vía de santidad para caminarse entre dos personas que se aman como don mutuo y, a la vez ser fecundos en esa intimidad. No es el único modo, pero su configuración no se puede alterar y debe de tomarse en serio. Si se elige, es para siempre. El protagonismo no le es dado por los sentimientos o los deseos y necesidades que surgen en él, sino por esa promesa en la que uno se ha dado todo y para siempre, de forma única, total e irreversible. 

Paz y bien.



[1] Conferencia Episcopal Española, Directorio de Pastoral Familiar, Cap.1, n. 53.