Es tan
cierto como misterioso que Dios conoce el pasado, el presente y el futuro como si
de un mismo instante se tratara a pesar de estar presente en el tiempo que nosotros
vivimos, pero esto es un misterio. Para no caer en las grandes dudas que
levanta esta cuestión con respecto al valor de nuestra libertad cuando Dios
conoce ya nuestra respuesta hay que decir que es importante no confundir la
libertad de la criatura de la libertad de Dios, así como los diferentes tipos
de libertades en la criatura humana (sin entrar en la angelical).
Dios es libre porque es originario, es decir no tiene inicio ni fin y todo sale de Él, quien
siempre crece en amor intratrinitario y hacia sus criaturas de forma dinámica y
siempre creciente. Todo lo que él hace es bueno y sólo es malo aquello que, por
ser libre, se aleja de Dios y deja de crecer unido a él y mirándole, como el sarmiento
que se corta de la vid (Jn 15, 1-8;
también aqui).
Sin
embargo, el hombre es libre no tanto
por poder elegir una acción u otra, algo que de alguna forma también realizan los
animales, sino por poder destinar su
vida a quien quiera y lo que quiera. Es una decisión trascendental y de vital
importancia, pues fallar en esto puede llevar al hombre a alejarse de Dios e
incluso condenarse rechazando la misericordia voluntariamente, perdiendo
propiamente la libertad profunda que sólo crece dirigiéndose a Dios y siendo
sostenidos por él. El hombre tiene que
elegir personalmente entre el bien y el mal, por lo que, de hacerlo conscientemente,
se hace responsable de la elección por doble vía: mereciendo la elección
que toma (no tanto por los frutos que dará esa elección), si es buena, y culpabilizándose
si es mala.
Pero
estamos en el orden natural, no en el sobrenatural. La libertad del hombre es
imprescindible para que su aceptación de
Dios (amor) sea significativa, tanto que Dios
prefiere correr el riesgo de que alguien se condene a que le elija sin ser
libre, por eso ninguna persona puede realmente sentirse amado por un
animal, pues no es persona y no puede corresponder al amor.
Lo
que ocurre es que esta libertad humana es limitada ya que nuestro conocimiento,
capacidad y naturaleza están limitados por el pecado y por ser criaturas. Dios
sin embargo penetra el espacio, el tiempo y la naturaleza de un modo que conoce
con tal profundidad la esencia de todo lo que ha creado que alcanza a estar
presente incluso en aquello que nosotros aún no hemos elegido.
La
discusión entre el pecado y la gracia ha sido una de las más debatidas durante
estos 2000 años y ya San Agustín le ha dedicado muchas reflexiones y discusiones.
Es un misterio incomprensible, pero lo que sí sabemos es que Dios da a cada uno la posibilidad necesaria
para salvarse, dejándonos la posibilidad de pedir los unos por los otros e
interceder a favor de alguien. De allí que es muy importante la comunión de
los Santos, la oración por los demás (especialmente por las almas del
Purgatorio que no pueden rezar para sí mismas y esperan nuestras oraciones), la
petición de ayuda de Dios (sobre todo del Espíritu Santo que es quien revela y
obra para Dios Padre) y de María (que es corredentora y mediadora de todas las
gracias).
Hay
muchas gracias que son concedidas porque uno las pide por otro y que de otra
manera no habrían sido derramadas. Otras Dios las quiere derramar, pero nadie
las pide (como en la medalla de la Virgen Milagrosa, donde los rayos
representan precisamente esas gracias). Casi nunca somos conscientes de quién
las ha pedido por nosotros, pero siempre son efectivas, por eso es
importantísimo rezar por los más necesitados y alejados, sobre todo por los que
nadie reza por ellos, los pobres de los más pobres (no sólo físicamente, sino
sobre todo espiritualmente).
Aún
así, hay que entender que Dios ama a
todos, pero no a todos por igual, ni a todos da las misas gracias. Esto
obedece al plan salvífico de Dios y no corresponde a nosotros juzgar dicha
distribución de la gracia, pues siempre es justa. En parte porque al amor de
Dios depende de nuestra respuesta, cuanto más perfecta una respuesta más Dios
puede obrar su gracia. De allí que en la Virgen María se da el amor humano más
grande de todos, pues concebida sin pecado, su respuesta de amor ha sido y es
la más perfecta de todas, hasta asignarle la terea de administrar todas las
gracias del Padre.
¿Por qué Jesús eligió entonces a Judas para
ser su apóstol si sabía que le iba a traicionar y, sobre todo, por qué le dejó
estar a su lado hasta el final?
Sencillamente
porque en el momento más importante de
la vida de una persona, que es su juicio particular justo después de su muerte,
nadie podrá reprocharle a Jesús no haber hecho todo lo posible para que se pudiera
salvar, dejando así patente que la elección de rechazarle no era de Dios y, a
la vez, mostrando exactamente lo contrario, es decir, su profundo y total deseo
de salvación de esa persona, hasta el punto de ser perjudicado en la cruz. Porque
si supiéramos el valor que tiene un alma para Dios nos derretiríamos de tanto amor
inmerecido y se nos desharía el corazón en lágrimas de gratitud para toda la
eternidad. Porque es así: Dios nos tiene
pensados desde toda la eternidad y desde esa eternidad nos ama y espera nuestra
respuesta a su amor. Sólo uno es el deseo de Dios hacia la persona creada:
hacerle partícipe de su amor eterno por la infinita misericordia desbordante de
su corazón de amor.
En conclusión la libertad no se puede entender mezclando los planes
sobrenaturales (Divinos) de los naturales (humanos) sino dentro de cada plan y
atendiendo a que el plan divino penetra lo humano sin alterar su elección libre
y real y, por lo tanto su responsabilidad. Tampoco se puede reducir la libertad
a meras elecciones, sino que hay que verla como una adhesión cada vez más perfecta
a la voluntad del padre. La paradoja más
grande de la libertad es que cuanto más se la entrega a Dios, más crece en perfección,
significado y alcance. Por lo contrario, cuanto más se aleja de Dios, más
encierra a la criatura en su naturaleza, despersonalizándola y reduciéndola a
un sí mismo egocéntrico, caprichoso y más cercana al sinsentido decreciente y a
la auténtica muerte.
Paz y bien.
Diego Cazzola.