martes, 24 de marzo de 2020

Del virus al abandono

Qué difícil es saber qué sentido tiene el momento que vivimos. Se necesita una vista muy espiritual y de águila a la vez, pero es necesaria para no perderse. Porque los pasos nos llevan uno tras otro a un lugar y si miramos tanto nuestros pasos, podemos perder de vista a dónde tenemos que ir.


¿Qué está pasando ahora con tanto virus? ¿Es posible que un ser que ni está vivo ni está muerto, un ser tibio ontológicamente, nos ponga a todos en jaque? Los científicos y los incultos, los ricos y los pobres, los ateos y los cristianos más piadosos se ven desbordados por lo que sucede. Qué difícil es mantener el rumbo en el centro…

Y personalmente sé lo que es, porque cuando el centro de salud me confirmó que estaba infectado me costó, cuando vi empezar a toser a mi mujer más aún y cuando a mi hija, la que tiene problemas asmáticos y respiratorios y un tratamiento en hospital por alergias que añade a sus continuos corticoides, se me congeló la respiración unos segundos. Y eso que tengo a mis padres de riesgo altísimo confinados en su casa.

¿Qué nos pide el Señor?

No soy teólogo ni profeta, sin embargo por lo que me ha pasado en mí vida el Señor me ha devuelto esta pregunta una y otra vez: ¿qué sentido tiene que esté pasando por esto? Y cada vez me he dado cuenta de que el error más frecuente era agarrarme a lo que entendía por mis propias fuerzas, razonar alrededor de hipótesis y prejuicios o llegar a conclusiones dudosas, pero que pensaba que me favorecerían, de algún modo. Y así llegué a desarrollar de la mano del prof. Leonardo Polo y mi vida familiar, la psicología del abandono, un estilo terapéutico muy potente ante Dios.

En muy pocas palabras os resumo que consiste en fijar la mirada en los momentos principales de nuestra vida, releerlos desde la perspectiva de la salvación y no desde la nuestra, que hemos desarrollado pasito a pasito sin saber realmente cuál era el final. Porque nuestra perspectiva habrá generado, ya desde una temprana edad, un enfoque basado en la superación, la excelencia (por lo menos en el futuro), la satisfacción de nuestras necesidades más básicas, sobre todo la de sentirnos únicos, queridos por lo que somos, alagados por cuantos más mejor y vivir con la regla del máximo resultado por el mínimo esfuerzo.

Tardé años en darme cuenta que ese viento no empujaba los pasos desde el espíritu de Dios, pero ¿acaso me he preguntado qué quería Dios en cada paso? Yo no. Así que lo que toca es revisar ese camino andado, leer lo que nos falta y aceptar el que queda desde la mirada de Dios.
Claro que esto el mundo no suele hacerlo por lo que ahora nos hemos encontrado en una situación de las que merece la pena pararnos a pensar. Y ahora que tenemos forzosamente tiempo os cuento como lo haría si el mundo fuera mi paciente.

Creo firmemente que el Señor se ha cansado de esperar a que miremos al cielo o que nos preguntemos si le necesitamos o no. La humanidad, aunque con sus altos y bajos, se ha distanciado cada vez más de Dios pasando de ignorarle a despreciarle, para luego pasar a perseguirle y finalmente a sustituirse a Él. Y ya cansado de ver un mundo que le desprecia con tal soberbia, pero igual de enamorado de nosotros que en tiempos de Egipto, toma nuevamente la iniciativa que más necesitamos para despertar.

Con este virus podemos ver cómo ahora nos pide sobre todo las dos cosas que le regaló la Virgen María: silencio y obediencia. Nos pide silencio para hablarnos él y poder cambiar nuestro corazón, para transformarlo. Nos está desapegando de todo lo que no es Él y se ha enredado en nuestro interior ocupando sigilosamente Su lugar, esto es, el amor a las comidas, a los domingos en restaurantes, noches en los gimnasios, cines y películas por la noche, pero también un exceso de dedicación al trabajo, el exceso de aprecio por la salud o a nuestra seguridad. Lo pensamos tener todo, pero no tenemos nada más que humo. Miramos nuestros pasitos y hemos perdido de vista la meta de todo.

Muchos, incluso devotos católicos, se han aferrado a cosas mundanas que hay que aprender a soltar, pero que no sabemos ni por dónde empezar. Y es que a veces cuando no queremos dejar atrás a algo, somos unos campeones en justificar todas sus bondades, hasta hacerlo necesario, bueno e incluso imprescindible. “Necesito correr”, “necesito mi coche”, “necesito mis horas en el gimnasio”, etc. Pero realmente, imprescindible, importante y bueno, sólo lo es el amor de Dios. Por no hablar de la rutina litúrgica que brilla por su hastío o capricho sacramental. Nos hemos acostumbrado a la seguridad de la misa, de la confesión, de la oración vocal, etc. y elegimos dónde y cuándo confesarnos, con quién y dónde celebrar misa... nos gusta más un cura porque salta la homilía o uno que canta todo y ameniza la misa. O buscamos la misa que nos venga bien para mantener nuestros planes de fin de semana. Incluso podríamos irnos a adoración nocturna para sabernos santos. Y es que la humildad es la única virtud que se destroza con actos buenos. Y cuando rezamos el ángelus o el rosario, ya ni nos damos cuenta de la velocidad y la superficialidad con la que lo rezamos. Las oraciones conclusivas son repetidas sin sentido, sonidos vacíos de amor. Quizás estemos en un punto clave para entender esa respuesta de Jesús “pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8).

Pues creo que el Señor nos está poniendo delante de lo que realmente necesitamos y son dos cosas: pararnos y callarnos. Ahora tenemos que confiar en él en todo y abrazar la profundidad del valor de cada acto sencillo en el hogar, que es donde se debe de encontrar a Dios primero. El Señor nos quita lo que pensábamos que era importante y nos devuelve al centro de la cuestión: el encuentro con él. Ahora somos como ese niño agitado que está teniendo una crisis nerviosa y empieza a hablar y a moverse sin control y el padre le tiene que agarrar, zarandear y decirle “cálmate, calla y escucha: ¿no soy yo lo único que necesitas?”

Así que aprovechemos este tiempo de constricción, de silencio, de bloqueo y renuncia. Aprendamos a abandonarnos a lo que nos pide vivir el Señor, preguntémonos qué quiere Dios de mí. Aprendamos a dar gracias por lo que nos manda. Incluso la muerte puede ser nuestra hermana si entendemos que ella también está en manos de Dios y que nada se le escapa al Dios de la vida. Porque sólo tenemos esta vida para hacer méritos de amor, para los "esprines" de entrega, para esforzarnos y demostrarle a Dios cuánto de verdad le queremos, para ponerlo al centro de todo nuestro mundo interno y externo. Como decía madre Teresa, “ama hasta que te duela” no hasta cumplir. Porque los cristianos hemos venido amando a los demás por la ley del mínimo esfuerzo, hemos dado el testimonio equivocado al mundo. La prueba es que el mundo no se convierte y va a peor. Hay muchas cosas buenas y algunas santas, pero no han evidenciado que nosotros, los cristianos, pusiéramos en juego nuestro corazón empapado de Dios. Todos necesitamos este virus, por eso Dios lo ha permitido, pero hay que aceptar su sentido, porque ese está en manos de Dios y determinará el éxito de nuestra lucha por volver a la salud.

Así que hagamos silencio, recemos todo lo posible, ayunemos varios días por semana, desgastemos el rosario desgranando cada ave maría lentamente y con amor, impliquémonos en el plan de Dios desde el silencio y acojamos el corazón de carne que nos quiere dar el Señor. Con ese corazón amaremos de verdad y el mundo cambiará porque le mirarán a él y eso lo reordena todo, la sana todo y lo eleva a lo divino.

Que podamos terminar esta Cuaresma con un corazón realmente renovado, despojado de lo innecesario y enamorado de la Pascua que Dios quiere hacer en nosotros.

Paz y bien



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si quieres, deja un comentario