Todo cristiano sabe, sin conocimientos
avanzados en teología, que Jesús es “EL” Salvador del mundo, la encarnación de
la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo de Dios. La reciente Navidad nos ha
recordado, una vez más, cómo Jesús manifiesta el Amor extremo del Padre, quien
manda a su Hijo encarnarse para redimirnos del pecado, mostrarnos un rostro y una
vida que nos sea de ejemplo y que podamos entender. Como Dios suele hacer, no
se limitó a la suficiencia, sino que decidió colmar el vaso y quedarse con su
presencia para todos los hombres y no sólo para aquellos que le pudieron ver realmente
en su tiempo de vida en la tierra. Decidió hacerse pan y permitir ser invocado
por los sacerdotes en la bendita y sacrosanta Eucaristía. Es el segundo milagro más grande después de
la Encarnación: la “panificación”. Si era impensable que el Verbo de Dios se
hiciera hombre y viviera como hombre en la carne y el tiempo, sufriendo la
corrupción del tiempo, experimentar las necesidades humanas, asociando a su
divinidad nuestra humanidad en cuerpo y alma naciendo de una santa mujer Virgen,
más inimaginable habría sido que asumiera la naturaleza de la materia, una “algo”
ni siquiera animal: el pan. Abierto a sufrir ya no sólo las necesidades
humanas, sino también los peligros de la materia y su mayor deterioro. El pan
no se puede defender, se le tiene que cuidar, crear cada vez, se le puede pisotear
sin que pueda escaparse y es sencillo y humilde hasta en su composición: harina
y agua. Cualquier forma consagrada es insípida, del color más simple de todos,
aunque a todos los reúne, no huele a nada y apenas alimenta o tiene textura. Porque
si supiera a lo que realmente es, no podríamos con ello. Olería al incienso más
refinado o la fragancia más cautivadora, contrastando con el sabor a la sangre
de la cruz y a la carne escarnecida; su textura sería la de la misma cruz, pero
saciaría indefinidamente dejando la satisfacción de 1000 banquetes.
Pero hay un tercer milagro que pocas veces apreciamos como los anteriores y que
es casi otra encarnación. No tendría sentido decir si es más importante o no,
pues simplemente es necesario y plenamente divino, es decir, perfecto como Dios
mismo: es la encarnación del Espíritu Santo. Ya con María se puede ver cómo el
Espíritu Santo, “la Concepción Inmaculada increada”, como decía San Maximiliano
Kolbe, decide,
siempre por Voluntad del Padre, crear y morar en
María, “la Concepción Inmaculada creada”, como dijo en Lourdes la propia Virgen
María. Pero este milagro, que llevaría para ser abordado toda una vida por su esplendor
y relevancia, no es el único. Como
siempre las cosas de Dios no destacan por la vistosidad, sino por una
grandiosidad tan paciente como silenciosa. Cuando el Espíritu Santo obra
grandezas, casi siempre queda en la sombra más discreta. Lo que pasó en el
silencio de María no fue lo único que marcó a la humanidad pecadora sacándola de
su condena, sino que el mismo Espíritu Santo vino él también a nosotros, pero
no nos damos cuenta de qué implicó realmente este gran acontecimiento. Veamos.
Igual que el Padre tiene un Verbo divino, eterno y engendrado desde el
principio, también tiene un Aliento. Este aliento sale también del
Padre y está en el Verbo, por lo que también sale de Él. La respuesta del Hijo
es fruto de un Amor como el del Padre, por eso el Espíritu Santo es “EL Amor”
que brota del Padre y del Hijo y, como decimos en el Credo, “con el Padre y el Hijo, recibe una misma
adoración y gloria”. Estas misteriosas e insondables relaciones marcadas por el
Amor no podían no marcar a la humanidad con la misma huella. Igual que la luz tiene una fuente, pero se
distingue de ella sin abandonarla cuando es personalmente aceptada con perfecta
correspondencia, el Espíritu Santo “ilumina” por medio de la Verdad toda la
realidad que tiene que ser rescatada y elevada a la presencia del Padre. Y también,
igual que la luz “calienta” cuando es recibida, Jesús salva por medio de su
palabra de Misericordia y su sacrificio de Amor. Quien se una al Verbo de Dios, se une a la misión de la Cruz redentora
y se hace “adverbio” del Verbo, participando del aliento del Padre y del Hijo
que es el Espíritu Santo, que viene a ser el creador y santificador del Padre.
El Espíritu Santo es la divina operación que nace de la única operación de
Dios: engendrar amando.
Entendido rápidamente, y muy
superficialmente, lo importante de las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo, podemos entender cuál es el tercer gran milagro del Espíritu Santo. Si la
grandeza del Verbo ha sido visible en la cruz, aunque no fácilmente comprensible,
a los ojos de los hombres, el Espíritu Santo obró con igual fuerza, aunque con
menor visibilidad (como le es propio), en cada uno de nosotros. El bautismo, que significa “inmersión”,
nos introduce en la Vida de Dios “regenerándonos”
en lo más profundo, que es nuestra dimensión espiritual personal más íntima,
disponiéndonos a ser, como María, “habitadores” del Espíritu Santo. Al ser
el Espíritu Santo un diálogo de Amor Divino entre el Padre y el Hijo, se entiende
que el bautizado que vive en gracia ante Dios puede llegar a experimentar una
auténtica “Inhabitación Trinitaria” que
manifiesta la encarnación del mismo Espíritu Santo en nosotros y que nos
permite ser no sólo “ipse Christus” (como Cristo), sino “alter Christus” (otros
Cristo), es
decir, cristificados. Este es
el gran tercer milagro: que el Espíritu Santo se encarnó en cada uno de
nosotros. Lo alimenta la Eucaristía, cuando estamos dispuestos y limpios por la
confesión sacramental y nos prepara, dispone y mueve a ser otro Cristo en este
mundo. La Eucaristía no es sólo Cristo que “se hace nosotros”, sino nosotros “haciéndonos
Él” por la obra silenciosa del Espíritu Santo.
Así que la persona del Verbo de Dios asumió la naturaleza humana (alma humana y
cuerpo humano) para redimirnos y permitir la encarnación del mismo Espíritu
Santo en cada uno de nosotros. Esto es el Reino de Dios que “está cerca” (Lc
1,15; Gal 4,4). Está cerca porque por
la acción salvadora de Cristo podemos
recibirle y por la acción vivificadora
del Espíritu Santo podemos vivirle, esto es, ser su morada real, no simbólica o
teórica. No es una metáfora, es la inserción transformadora y regeneradora de
la vida de Dios en nosotros, la presencia real de la Trinidad en nosotros, la
plenitud a la que estamos llamados por el bautismo y que perdemos sólo por el
pecado (por eso en el cielo no estará cerca el Reino de Dios, sino que
estaremos plenamente en Él).
¿A caso no es un milagro ser el cuerpo del Espíritu Santo y vivirle sin
perder nuestra libertad e identidad? Cristo asumió una identidad
humana, un “yo” personal propio de una naturaleza humana, pues aunque la
persona es divina, su conciencia debía manifestarse con un “yo” propio. Cristo
es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6) porque es por medio de Él (sobre
todo en la Eucaristía) que recibimos al Espíritu Santo en plenitud, capacitándonos
para ser nosotros el tercer milagro: encarnar al Espíritu Santo.
El Espíritu Santo obró en el silencio de cada uno de nosotros
con su propio estilo creativo, discreto, pero poderoso, ahora pongámosle voz y que
sea voz de Amor: ¡se tú el milagro de
Dios!
Paz
y bien.
Diego Cazzola
(Psicólogo orientador)