Según
la psicóloga Mila Cahue en su reciente publicación «El cerebro feliz» “la receta de la felicidad es personal, intransferible
y absolutamente subjetiva”. Dice que “la felicidad está vinculada a la calidad
de las relaciones que somos capaces de crear en nuestra vida”, que “nadie
nos va a decir en qué consiste nuestra felicidad”, así como que no hay que “tomarse
todo personalmente” y que podemos, y debemos, “aprender lo que haga falta para
sentirnos capaces de diseñar una vida a nuestra medida”.
Sin haber leído el libro y basándome sólo en
su presentación en el artículo
del ABC, puedo decir que son un conjunto de verdades a medias que parecen más verdades que mentiras en la medida que no
nos paramos a entender quién es el hombre en profundidad. Si nos quedamos en
una respuesta superficial e inmanente, esto es, psicológica y no trascendental,
puede parecer de ayuda o interesante, pero es mentira y engaño. Los santos han
hablado mucho de felicidad y la Iglesia no para de enseñar el camino de la
felicidad y nunca han hablado ni de estas cosas, ni de de esta forma. ¿Por qué?
Porque es un lenguaje que engaña.
Es
cierto que la regulación emocional, la capacidad de adaptarnos o la capacidad de comunicación son
importantes, pero la coherencia y el equilibrio entre éstas y más capacidades
humanas importantes no surgen, como se pretende afirmar, de nuestra voluntad,
sino por unas características más profundas que nuestra dimensión psíquica,
pues son características espirituales de carácter trascendental.
La
relación personal es importante en el ser humano porque está llamado a tener
una relación íntima con Dios, que es un ser personal, pero reducir esta
vocación a la relación humana es reducir su alcance, capacidad y entidad.
La
receta de la felicidad no puede ser intransferible porque sería una desgracia. Precisamente Cristo ha
venido a darnos la receta y ésta es él mismo. Cristo es más que transferible o
comunicable ya que es “vivible” por todos. Todos podemos vivir a Cristo y
trasmitirlo con certeza y objetividad. Si fuera subjetivo se quedaría en una
experiencia emocional, que sí es subjetiva. Pero el amor va más allá de la
experiencia personal para alcanzar la experiencia interpersonal e incluso ultra-personal
si hablamos de personas humanas, pues su fin es siempre Dios Padre. Así que no
estoy de acuerdo en que nadie nos pueda decir en qué consiste nuestra felicidad. La felicidad consiste en sabernos
y sentirnos amados por Dios a pesar de nuestras pobrezas, caídas y pecados.
Que no haya pecado que ahuyente el perdón de Dios es nuestro mayor gozo. Dios
tiene más interés que nosotros en que le amemos para que seamos felices y
gocemos con él toda la eternidad. Cristo es el camino, la verdad y la vida,
por lo que por él es posible la felicidad. En este sentido la felicidad
es Cristo.
No se trata de diseñar “una vida a nuestra
medida”, sino de encontrar la que tenga a Dios en el centro absoluto. Se trata precisamente
de quitar del medio nuestras pobres aspiraciones de goces temporales,
limitados, caducos y abrazar los deseos de un Dios que, como buen Padre que
sale a nuestro encuentro, nos quiere indicar el camino mejor a cada uno. Es
cierto que todos tenemos un camino diferente, pero siempre está en Cristo y esto
hace del camino objeto de comunión. La Iglesia, para el hombre peregrino, es
ese camino común en el que encontramos la felicidad juntos y en el que juntos
la disfrutamos y compartimos de muchos modos. “Un camino”, muchos “caminares”.
Tampoco se trata de “esperar plácidamente,
permitiendo que todo siga su curso”. Ésta no es paciencia, es espera estoica e inútil.
La paciencia es la virtud de la espera sin inquietarse, pero siempre de quien
espera en el Señor, ya que otra espera es una mentira. Nadie espera con
paciencia si no sabe la certeza y la grandeza de lo que espera. No es lo mismo
esperar la misericordia de Dios que la sanación de un curandero. No es lo mismo
esperar el cielo prometido que la plenitud de la ciencia o la tecnología. Una
paciencia plena va acompañada de una capacidad de ofrecimiento y entrega, algo
que Mila Cahue no parece haber acertado a describir.
Tampoco
“rodearse de personas y circunstancias positivas” parece ser un buen camino de
felicidad. Y sino pregúnteselo a la madre Teresa, al padre Pío o a San
Francisco de Asís. Hay que rodearse de los más necesitados y amarles hablándoles
de Dios, explicándoles quién es Dios y cómo funciona su amor, acompañándoles en
su descubrimiento personal e invitándoles a vivir libremente ese camino que es
la Iglesia. Estos necesitados serán los hijos, los parroquianos, los más pobres
de los pobres o un lector que trata de descubrir, en esta humilde reflexión, lo
fácil que es caer en las palabrerías engañosas de este mundo hipercientífico y
relativista que cree saberlo todo por su propia soberbia iniciativa.
La
felicidad uno no se la da a sí mismo, no la puede forzar, ni la puede encontrar
por su propia voluntad. La felicidad es
encontrase con Cristo, es decir, es un don basado en un encuentro personal y no hay otra forma de decirlo ni en
teología, ni en filosofía, ni en psicología, ni tampoco en la ciencia
experimental laicista. Implica una disposición humilde de vivir en la
verdad cuyo deseo Dios ha puesto escondido en nuestro corazón y que nos atrae a
él. Somos capaces de la Verdad y de un encuentro con ella, por eso lo deseamos
como al agua cuando tenemos sed, de forma casi instintiva o, mejor dicho,
natural. Cuando un corazón se inicia en la búsqueda de esa Verdad, ella sale a
su encuentro por medio de la gracia y de otras personas que, en el rostro de
Cristo, llevarán ese corazón a crecer través de la misericordia y una
experiencia personal, pero muy verdadera y auténtica, de comunión.
Si “¿cómo
ser feliz?” es lo que más buscaron los españoles en Google durante el año 2015
significa que la gente busca otro modo de ser feliz y que este mundo no lo
sabe. Desde luego no estará en Google la respuesta, pero sobre todo no estará
en libros que dejen de un lado a Cristo en esa búsqueda. O somos de Cristo o
estamos contra él. No hay grises en esta decisión.
Vive
en Cristo y sé feliz. Paz y bien
Diego
Cazzola
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