La
pregunta sobre cómo alcanzar la verdadera felicidad y plenitud es tan antigua
como la humanidad misma. He reflexionado largo y tendido sobre la continuidad
que existe entre nuestra vida terrenal y la vida eterna, entre el ser humano y
Dios. Dios nos creó para Él, y es en esa relación donde encontramos las claves
de nuestra semejanza con Él: la voluntad, la libertad, el amor y el conocimiento
íntimo y personal. Estas cualidades nos impulsan a dirigir nuestra vida en la
dirección establecida por Dios para alcanzar la felicidad auténtica.
La llamada del Evangelio
El
Evangelio nos ofrece enseñanzas fundamentales para comprender este camino hacia
la felicidad. Jesús nos recuerda que estamos en el mundo, pero no somos del
mundo (Jn 15,19). Hemos renacido del Espíritu Santo para vivir una vida en Dios
y no sólo como seres humanos (Jn 3,5). La Santísima Trinidad habita en nosotros
(Jn 14,23), y debemos tener siempre presente esta realidad, ya sea en vigilia o
en descanso.
Reconocemos
que existe un pecado original que nos privó de la gracia para la cual fuimos
creados (Rm 3,23). Sin embargo, el sacrificio de Cristo y los sacramentos
establecidos en su Iglesia nos permiten recuperar esa gracia (Rm 5,20). Además,
creemos que un día Cristo volverá para restaurar plenamente su Reino (Catecismo
de la Iglesia Católica, nn. 668-679), ese que pedimos en el Padrenuestro. Es muy
probable, además, que ya estemos viviendo una especie de tribulación
purificadora, preparándonos para ese momento.
La vida
evangélica tiene el poder de devolver el equilibrio psicofísico que perdimos a
causa del pecado. Una vida sacramental bien vivida puede sanar corazones y
renovar la esperanza frente al dolor y la muerte que aún existen en el mundo.
Como señala el Concilio Vaticano II en Gaudium et Spes:
"A través de toda la historia humana se desarrolla una dura batalla
contra los poderes de las tinieblas. Iniciada ya desde el origen del mundo,
durará hasta el último día, según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el
hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes
trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí
mismo" (GS 37,2).
Los desafíos de alejarse de Dios
Aquellos
que eligen no vivir en sintonía con Dios enfrentan serios problemas. Primero,
una incongruencia interna al sentir una llamada profunda a la felicidad y
plenitud, pero percibirla como inalcanzable por sus propias fuerzas. Esto lleva
a muchos a buscar alternativas: negar la posibilidad real de la felicidad,
sumergirse en caminos espirituales de la Nueva Era, o enfocarse únicamente en
la vida material, buscando acumular riquezas y placeres. Sin embargo, el deseo
de plenitud sigue latiendo, y al no poder ser satisfecho ni silenciado, genera
un dolor interior y una incongruencia entre lo que se vive y lo que realmente
se desea.
Esta
incongruencia conduce a dificultades prácticas en la vida diaria. Sin un
propósito verdadero, se vuelve arduo levantarse cada mañana, trabajar con gusto
y vocación, valorar nuestro planeta y cultura, y comprometerse en relaciones
familiares significativas. La perseverancia en el amor y la entrega requiere
más que esfuerzo humano; necesita la gracia divina.
La
acumulación de dificultades genera un cansancio psicofísico y un desorden
interior. Este vacío y pérdida de sentido pueden manifestarse en diversas
patologías o comportamientos anómalos que la psicología moderna intenta
clasificar. Estas señales nos indican que el camino seguido no es el correcto.
En este punto, la persona enfrenta una disyuntiva crucial: buscar la verdad y
mejorar, o abandonarse a los dictados del cuerpo y el mundo, pervirtiendo el
corazón y abrazando consecuencias cada vez más irreversibles.
La
pérdida profunda de sentido puede llevar al cierre del corazón a la luz, de
modo que ni la razón ni el sentido común logran corregir o regenerar. Cuando se
rechaza a Dios, lo religioso y la bondad natural del corazón, se vuelve
complicado restaurar una naturaleza humana ya herida y ahora casi hundida.
El papel del psicólogo en el camino
de sanación
Dios
siempre puede obrar milagros en virtud del gran sacrificio de su Hijo y de las
oraciones y ofrendas de quienes se han unido a Él. Sin embargo, sin una
intervención divina explícita, un corazón en este estado no es recuperable por
medios naturales. Aquí radica la gran responsabilidad de la educación y el
acompañamiento, que pueden dirigir la naturaleza humana herida hacia la
perfección divina a través de la fe.
Entonces,
¿qué podemos hacer cuando alguien acude a consulta buscando orientación o
mejora, pero no es consciente de su situación espiritual? El primer paso es
comenzar desde cero, con mucha paciencia y amor. Es esencial acoger a la
persona, ayudarla a reflexionar sobre su situación, y enseñarle a reconocer la
importancia de vivir experiencias positivas. Debemos reeducar su sensibilidad
hacia el bien y el mal, guiándola en un camino de luz y reflexión.
Este
proceso requiere que la voluntad personal esté involucrada; sin un compromiso
voluntario y libre, el trabajo será en vano. Nuestra tarea es indicar el camino
y acompañar, siempre conscientes de que la persona puede decidir abandonarlo en
cualquier momento.
Si
logramos que la persona vislumbre una luz de sentido común, será necesario
proponer una formación en cuestiones básicas que permitan su madurez. Habrá que
enfrentar vicios y pereza naturales, así como impedimentos que puedan surgir en
su camino espiritual. Con esfuerzo y acompañamiento, es posible sanar ciertas
heridas y restablecer un equilibrio.
Sin
embargo, el objetivo final debe ser siempre la incorporación de la fe y la
restauración de la gracia. Sin esto, la persona no será capaz de enfrentar las
consecuencias de decisiones pasadas. Cargar con el peso de experiencias como
las adicciones, la impureza, la infidelidad, la violencia o el aborto, no es
algo que se pueda superar sin la ayuda de Dios. Esta ayuda debe ser aceptada
con un profundo arrepentimiento y un firme propósito de enmienda que, en
ocasiones, dura toda la vida.
Conclusión
No es
necesario que el psicólogo inicie su sesión hablando directamente de Dios o
rezando con el paciente. Sin embargo, si nuestro acompañamiento no integra el continuum
natural-sobrenatural que conduce a Dios - un continuum que la humanidad
y cierta psicología han fragmentado - no podremos restaurar una psicología
realmente sana y auténtica.
Dios no
se manifestó a través de Cristo para ser una opción más en nuestras vidas, ni
para salvar sólo a algunos. Quiere que todos nos salvemos por medio de Él.
Aunque Él es la puerta de la salvación para todos, es también una puerta
estrecha que requiere aceptar reglas concretas e inviolables. La gracia es
gratuita, pero no fue barata; costó el sacrificio de Cristo. Es fundamental
reconocer nuestra necesidad de Dios para que nuestro ser se encamine en la
dirección correcta.
No
existen técnicas psicológicas, energías o métodos que puedan otorgar al ser
humano el sentido que Dios ha reservado para sí mismo. Nuestro papel es
acompañar, guiar y ser testigos de la transformación que ocurre cuando las
personas se abren a esta realidad trascendental.
Paz y bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si quieres, deja un comentario